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Tribuna:
Tribuna
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Amarás a tu tribu

"Il nazionalismo è un'ideologia idolatrica e radicalmente immorale, nella misura in cui deifica la nazione e le attribuisce valore di principio morale supremo". ('Nazionalismo e Cristianesimo', "La Civilità Cattolica", 1991, IV, 3-14).El pasado mes de octubre me encontraba en Bruselas invitado por la Fundación Konrad Adenauer para participar en el Seminario sobre Federalismo y Regionalismo en Europa. Casualmente, en la tarde de este día se celebraba en la sede del Parlamento comunitario una reunión del Partido Popular Europeo, en la que figuraba entre los puntos a. tratar el ingreso del PP español como miembro de pleno derecho en esta prestigiosa organización política internacional de inspiración cristiana. Dada la importancia del acontecimiento, no por esperado menos trascendental, solicté del cabeza de la delegación española, Marcelino Oreja, autorización para estar presente en la sala durante las correspondientes deliberaciones y la votación subsiguiente. Así se me concedió y pude ser testigo de una sesión enormemente ilustrativa. Todos los partidos políticos representados, franceses, daneses, alemanes, belgas, holandeses, italianos y luxemburgueses, realizaron intervenciones de tono extraordinariainnente cálido hacia el PP español, felicitándolo y felicitándose por su incorporación a su homónimo europeo y poniendo de relieve no sólo la total sintonía ideológica y programática del PP con el PPE, sino las ricas aportaciones de todo orden que éste podía recibir del nuevo socio.

Al coro general de alabanzas y parabienes hubo una sola excepción, particularmente dolorosa al tratarse de la única fuerza política española presente, además del PP. Me refiero obviamente a Unió Democràtica de Catalunya. Hay que señalar que el Partido Nacionalista Vasco tuvo el acierto de no asistir a la reunión, dando muestra de considerable habilidad y elegancia políticas.

En cuanto a los argumentos utilizados por el representante de Unió fueron, como mínimo, sorprendentes. Acusó al PP de Cataluña de adoptar posiciones netamente contrarias a los principios de la democracia cristiana y de defender, en general, planteamientos liberal-conservadores, lo que, a su juicio, entraba en colisión con los principios ideológicos básicos del PPE. A continuación se abstuvo en la votación, impidiendo que ésta fuese unánimemente favorable y cediendo así al dudoso placer de arrojar un borrón de tinta sobre una página inmaculada.

A la luz de las fuertes reservas de nuestros buenos amigos de Unió, y como contribución desinteresada a la efeméride del 60º aniversario de su existencia, me parecen oportunas algunas consideraciones en torno al nacionalismo en relación con el cristianismo, que creo pueden ofrecer cierto interés tanto para socios reticentes como para el pueblo fiel en su conjunto, obispo de Solsona incluido.

En relación a la presunta incompatibilidad del liberalismo y el conservadurismo con la democracia cristiana, me remito a las palabras del delegado de la CSU bávara que le recordó al representante de Unió que su firme profesión de los principios liberal-conservadores no sólo no les había impedido fundar y pertenecer al PPE durante 15 años, sino que les había constituido en uno de sus más firmes puntales. En cualquier caso, si la potenciación de las libertades individuales y colectivas y la preservación de las tradiciones no encajan en el espíritu cristiano, que baje el señor Durán i Lleida y lo vea.

Sin embargo, con independencia de que la descortesía raramente es justificable y casi nunca es cristiana, sobre todo cuando es inútil, quisiera centrar la cuestión en un aspecto decisivo del tema que nos ocupa, a saber, cuál ha de ser la posición de un buen cristiano respecto del nacionalismo como doctrina política. Porque cuando se acusa al PP de Cataluña por parte de Unió Democrática de adoptar enfoques poco compatibles con la democracia cristiana, no hay duda de que se tienen en mente los análisis lúcidamente crítico del nacionalismo que desde las filas populares catalanas se ha venido sosteniendo en los últimos años, coincidiendo con la progresiva radicalización de la coalición gobernante en debates públicos como ,el de la autodeterminación o el de las brillantes analogías catalano-lituanas. Por ello, creo de sumo interés examinar los postulados definitorios del nacionalismo desde la óptica de los fundamentos inspiradores del cristianismo.

En primer lugar, hay que establecer claramente que el amor al propio país, a la propia lengua, a las tradiciones, cultura, instituciones y paisaje propios son sentimientos positivos para un cristiano, y el esfuerzo solidario por el progreso y el prestigio de la nación a la que se pertenece, digno de ser sostenido. Si el nacionalismo fuera eso, ser nacionalista sería cristianamente deseable y aconsejable. Pero el nacionalismo es otra cosa. El nacionalismo es la doctrina que exige e impone la absoluta y total homogeneidad cultural y lingüística dentro de unas determinadas fronteras y que hace de la nación el supremo valor político, social y moral al cual deben subordinarse todos los demás. Asimismo, el nacionalismo consagra como uno de sus elementos definitorios la necesidad ineludible de que cada nación se dote de un Estado independiente.

Y es aquí donde la asunción del nacionalismo se hace extraordinariamente difícil desde una perspectiva cristiana. La deificación de la nación, que es una contingencia -las naciones no son esencias eternas sino que aparecen y desparecen a lo largo de la historia-, subvierte gravemente la escala cristiana de valores. En la medida que la nación deviene referencia absoluta a la que hay que sacrificar cualquier otro bien material o espiritual, sea la libertad, la vida o la dignidad de los individuos, el nacionalismo se convierte en una idolatría aberrante. Examinadas con la lente de aumento evangélica hay dos tremendas afirmaciones de Hegel: "En la existencia de una nación, el objetivo sustancial es llegar a ser un Estado y preservarse como tal" y "El Estado es la convención de la idea ética", cuya combinación produce el chasquido restallante de la blasfemia.

Por consiguiente, el nacionalismo, entendido como la ideología basada en la supremacía de la nación sobre todos los demás posibles valores o intereses, es cristianamente reprobable. Y cuando el amor al propio país, siendo como es un sentimiento noble y positivo, se coloca en su lugarjusto, y por supuesto nunca en el pedestal más alto de nuestra conciencia ética, entonces, por intenso que sea este amor, jamás puede recibir el nombre de nacionalismo. De hecho, en un sistema de coordenadas cristiano el nacionalismo es una de las peores formas de expresar el patriotismo.

Históricamente, el nacionalismo ha justificado en sus manifestaciones más extremas las peores muestra de crueldad y de barbarie, guerras, terrorismo, dictaduras, pogromos y genocidios absolutamente inasumibles por cualquier ser humano que se considere cristiano. En sus formas más suaves, el nacionalismo fomenta la conflictividad social, crea problemas artificiales y desenfoca el orden correcto de las prioridades. Así, el nacionalismo de Unió Democràtica la ha llevado, acompañando sumisamente a su socio mayoritario, a justificar la despenalización del consumo de drogas blandas, la desigualdad ante la ley a la hora de declarar en los tribunales, una fiscalidad confiscatoria y abusiva, un sistema educativo laminador de la ensefianza de la religión o la conculcación de un derecho tan fundamental como la inviolabilidad del domicilio, por citar tan sólo algunas de las hazañas legislativas del Grupo de Minoría Catalana en el Congreso en su seguidismo servil del socialismo, en las que cuestiones cruciales que afectan decisivamente la salud del cuerpo social o el bienestar y la felicidad de los individuos son objeto de trueque por cuatro flecos lingüísticos, un par de compañías de Mozos de Escuadra o determinadas competencias marginales.

Cuando se habla del nacionalismo personalista, en un ejercicio de funambulismo conceptual difícilmente superable, se pretende conciliar lo irreconciliable. Si la nación es la medida de todas las cosas, la persona y su esfera individual quedan ahogadas y expuestas a ser sacrificadas al insaciable Maloch nacional, cuyo rostro cruel e impasible proporciona respuesta inequívoca a la desgarradora pregunta de Ortega de hasta qué punto lo colectivo puede ser humano. Asumir un nacionalismo personalista es como decir que la nieve es cálida, la lluvia es seca o el hierro es blando. Proponer que el nacionalismo sea patrimonio de todos los catalanes es tan absurdo como solicitar que lo sean el socialismo, el liberalismo o el anarquismo. Habrá catalanes socialistas, catalanes liberales o catalanes anarquistas, pero también habrá muchos que no serán ninguna de estas cosas. Conozco a no pocos catalanes que aman sincera e intensamente a su país, pero que no son nacionalistas, ni nacionalistas catalanes ni nacionalistas españoles, ni tienen intención de serlo. Yo soy uno de ellos. El único patrimonio común a todos los ciudadanos de Cataluña en el ámbito catalán es la propia Cataluña y no una doctrina política concreta que, por su parcialidad, estará sujeta a fluctuaciones electorales y a cambios de opinión.

La identificación ilegítima que los nacionalistas hacen de su ideología y del país en el que viven constituye el mejor ejemplo de su fragilidad lógica y de su tendencia irrefrenable al fundamentalismo, por cierto, nada cristiano.

En su obra capital La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper, premio Cataluña, nos recuerda que las Escrituras nos mandan amar a nuestro prójimo y no a nuestra tribu. En la tarde del 18 de octubre, Unió estuvo desagradable con sus compatriotas y prójimos populares en aras de sus mezquinos intereses tribales. Se equivocó y actuó con una estrechez de miras muy poco cristiana. Pero una de las más excelsas y evangélicas virtudes es la del perdón, y con el perdón en el corazón y en los labios, el Partido Popular de Cataluña les desea un feliz 60 cumpleaños.

es presidente del Grupo Parlamentario Popular en el Parlamento de Cataluña.

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