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Una conferencia bajo presión

La reunión de Madrid es el resultado del esfuerzo inteligente y perseverante de James Baker, que, con el apoyo del presidente George Bush y en su nombre, ha utilizado todos los recursos de la diplomacia, la estrategia y el Tesoro norteamericanos para alcanzar los objetivos que se había propuesto.Sería un error por nuestra parte poner mala cara ante la conferencia y, con el pretexto de que se anuncia difícil, tratarla como si no fuera un acontecimiento. Es importante que se hayan reunido las delegaciones que han sido invitadas, sean cuales sean sus motivos y sus pensamientos ocultos. Es importante que, sentados cara a cara, la Unión Soviética y Estados Unidos, los israelíes y los árabes digan públicamente lo que tengan que decir. Es importante que se traben contactos, que hasta ayer eran inimaginables. Ni siquiera debe excluirse la posibilidad de que, como resultado de esos contactos, se desarrollen negociaciones bilaterales, que con el tiempo podrían resultar significativas. Es esencial que árabes e israelíes hayan aceptado de hecho no recusarse.

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Y si no se adelanta nada con la conferencia, si acaso fracasara, es imposible que el esfuerzo llevado a cabo para hacerla posible no deje huellas. De fracaso en fracaso, Europa ha escapado, durante décadas, a la espiral de la violencia. Y de fracasos similares nacieron también los procesos que, desde la guerra fría, nos han conducido al desarme.

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No creo en el éxito de la conferencia, pero me alegro mucho de que se celebre. Me parece discutible el desahucio de la OLP, porque el objetivo de una conferencia de paz es reunir a los que están enfrentados, y no a los otros. Con el tiempo, su presencia se hará más sustancial, más significativa de lo que ya es. Sé que el primer ministro de Israel ha dicho en Estrasburgo que su presencia en Madrid debía considerarse como una concesión formal a la voluntad norteamericana, y que su única pretensión era ofrecer un espectáculo para la televisión. Queda que Norteamérica, por primera vez, ha dicho cosas diferentes a las que a los israelíes les hubiera gustado oír. Queda que la opinión internacional habrá visto, en millones de pequeñas pantallas, a árabes e israelíes sentados alrededor de la misma mesa.

No creo en el éxito de la conferencia, pero me alegro de que se celebre, y no descarto que con ella vayan a hacerse progresos. Sobre todo, creo que el fracaso de James Baker habría podido tener un efecto extremadamente grave sobre la difícil búsqueda del nuevo orden internacional que está en cuestión. Porque en Madrid no sólo se debate el conflicto árabe-israelí, sino la gobernabilidad de un mundo desorientado y frágil tras el hundimiento de uno de los dos grandes.

¿Por qué siento entonces esta duda, esta amargura, esta irritación? Aunque mi razón quisiera sofocarlas, estos argumentos no hacen más que consolidarlas.

Me da miedo que esos mismos a los que ha habido que pagar un precio para convencerles de que participen reclamen luego cien veces más. Temo que, en definitiva, James Baker aparezca dentro de poco como un hombre acribillado de deudas al que se le reclame el capital más los intereses. En efecto, ¿cómo imaginar que Siria e Israel, por no hablar más que de ellos, no irán a considerarse acreedores de aquel que los ha llevado hasta allí?; ¿cómo imaginar que, para justificarse ante su respectiva opinión pública, éstos no irán a adoptar en la mesa una postura tan intransigente que no podrá ser superada por ninguna dinámica?; todo sucede como si la celebración de la reunión se hubiera convertido en el objetivo de la gestión diplomática, cuando la reunión no es más que un medio con vistas a la paz.

Me parece evidente que no se habrá conseguido ningún resultado sustancial hasta que, en enero o febrero de 1992, vuelva a plantearse en el Congreso de Washington el problema de los créditos norteamericanos concedidos para la construcción de auténticas ciudades en territorios ocupados. Sea cual sea la decisión que se adopte, ¿cómo no va uno a pensar que israelíes y árabes lo convertirán en un pretexto para endurecer sus posturas? Y si se conceden los créditos, ¿cómo no va uno a pensar que estallarán múltiples disturbios en el territorio de la Intifada, provocando una movilización árabe que pronto será molesta para los Gobiernos?

Dentro de la lógica en la que se ha situado, Estados Unidos se obliga a convertirse en el árbitro de Oriente Próximo, más de lo que ya lo es quizá, porque el problema iraquí sigue ahí. Si tuviera que intervenir por la fuerza, ¿podría contar con el consentimiento de los árabes, con la negligente complicidad de la Unión Soviética y con la abstención de una Europa que puede verse afectada en sus intereses más inmediatos por los conflictos de Oriente Próximo?

El Consejo de Seguridad, dominado desde el 2 de agosto, seguirá mucho tiempo pretendiendo ser el guardián de un orden internacional que hasta entonces no habrá resuelto ninguno de los problemas de fondo que hubiera debido resolver y que habrá pretendido incansablemente dar un tratamiento desigual a las diferentes resoluciones que él mismo ha adoptado.

La guerra del Golfo ha sumido en la sombra la realidad objetiva de Oriente Próximo, la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo corre el riesgo de hacer que estalle esta incontenible realidad, con lo que el mundo se dará cuenta, una vez más, de que para ganar una guerra basta con la fuerza, pero hacen falta mucha sensibilidad y justicia para construir la paz.

es director del Instituto del Mundo Árabe de París y asesor de François Mitterrand.

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