Las fronteras del paraíso
Si no fuera porque he de educar a mis hijos para vivir en este mundo tal como es, la cosa empezaría a tener mucha gracia. En Estados Unidos, el general retirado Daniel Graham ha advertido que su país no debe bajar la guardia ante el comunismo que se desmorona en la URSS, pues sus ideas sobreviven en las universidades norteamericanas. Supongo que este general, como tanta gente, da por sentado que sus hijos han de heredar de él, además de la forma de la nariz, los demonios que le han atormentado desde siempre. Y en el fondo tiene razón. El comunismo, para él, no era sólo la organización política de su gran potencia adversaria, sino un virus extraño capaz de infectar a sus propios hijos en un país que, en principio, estaba libre de toda contaminación gracias a su sofisticado filtro fronterizo. La disolución de la Unión Soviética vendría a ser como la disolución del infierno: puede desaparecer el lugar en donde encerramos a los pecadores, pero no por eso éstos dejarán de existir, y además no sabremos qué hacer con ellos. A este general le atormenta sin duda la idea de tener un hijo comunista y no poder decirle: "Si esto te parece tan horrible, ¡vete a la URSS!". De tener ese hijo comunista, cosa que ignoro, nuestro general llevaba una temporada magnífica. El infierno era un lugar mal gestionado, prácticamente al borde de la bancarrota y tan corrupto que casi había perdido esa credibilidad ideológica que lo hacía contaminante. Un lugar en donde sus demonios demostraban ser no sólo incapaces, sino también estériles. Y ahora, al desmoronarse la URSS, se desmorona una referencia cómoda para él. Ya no habrá ese lugar en donde todos mordieron la inmensa manzana nauseabunda y al que podíamos enviar, aunque sólo fuera de palabra, a nuestros hijos cretinos y traidores.Ante la consecuente reacción de este general, sólo podría reprochársele que no tiene la menor idea de lo que es la humanidad. Cioran, siempre tan insoportablemente liviano, dijo que todo se degrada desde siempre y que una vez hecho este diagnóstico podemos proferir cualquier exageración. Estamos incluso obligados a ello. En el tema que nos ocupa, nuestra exageración doméstica vendría a ser las ideas de nuestros hijos. Éstos, lejos de ser los herederos de nuestros demonios, tienen también sus propias obligaciones. De todas ellas, la más importante quizá es la de ser una especie de infiltrados en el sistema en el que han nacido. Por lo que a mí respecta, me gustará ver que mis hijos lo son, pues no sé de qué otra manera podrían desarrollar su inteligencia. Es ésta mi mayor preocupación, y la caída del trasnochado paraíso comunista no, hace más que complicarme las cosas. Un buen amigo, buen historiador y, como yo, más amante de las ideas libertarias que de las comunistas, me comentaba la otra noche que la desmembración de la URSS le dejaba en una situación de asombrosa desnudez. Y es que ambos nos educamos y desarrollamos nuestra inteligencia en la seguridad de que el paraíso no era un premio ni una imposición, sino una tenaz intentona en la que debíamos estar todos involucrados.
Y la caída del comunismo soviético, aun para los que hemos sido sus más encarnizados detractores, es la caída de una idea universal. Seguramente, la Unión Soviética fue el último gran Estado que nació con la idea de que el mundo tenía que ser de otra manera, y su fracaso es el de todos los que pensamos que eso es verdad. A ninguno de nosotros, por otra parte, nos preocupa que haya caído un régimen que hace demasiado tiempo que considerábamos nefasto. Lo que nos preocupa, lo que nos hace sentirnos asombrosamente desnudos, es que la ideología es una larga carrera de relevos y que hoy día nadie parece dispuesto a recoger el testigo. La cosa es más grave de lo que parece. Cuando nuestros hijos conversen en la intimidad con sus amigos y con sus amantes, no estarán ya nunca amparados por una idea totalizadora. Sólo les sostendrá nuestra absurda victoria: el libre mercado y la democracia, construidos por nosotros con un grave pecado original, el de no querer cambiar las cosas. Por lo demás, ¿de qué dispondrán en el plano internacional? De un auge de prácticos y medio cres nacionalismos cada ve z más dependientes de una economía apátrida y despiadada, sostenidos por reyezuelos locales que harán construir magníficos monumentos y que recurrirán al amparo literario de los mejores poetas. Siempre ha sido así. El colapso de los proyectos universales lleva necesariamente al florecimiento de los pequeños juegos florales. Pero nuestros hijos, no lo olvidemos, han nacido en un estercolero que han de convertir en un mundo mejor, y para ello han de tener opciones ideológicas. Hace demasiado tiempo que sabemos que la consecución de la utopía es tan nefasta como el abandono de la lucha que algún día nos llevará a ella. Quizá somos demasiado batalladores para tolerar que las cosas estén bien tal como están, pero las declaraciones del general retirado Daniel Graham, su preocupación por no bajar la guardia ante los demonios que pululan bajo sus propias botas, sólo han hecho que me tranquilizara. De tener razón este militar, mientras en la desmembrada Unión Soviética el radical es nada más ni nada menos que Borís Yeltsin, en las universidades norteamericanas nacen radicales de nuevo cuño, realmente peligrosos por sus nefastas ideas utópicas. Para unos, ése es un buen motivo para no desmontar los misiles que apuntan hacia todas partes. Para otros, por encima de cualquier nacionalismo y de cualquier temor, la humanidad no será una pordiosera de sí misma mientras las fronteras del paraíso crezcan sin parar en la inteligencia de los hijos que alimentamos.
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