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36º FESTIVAL DE VALLADOLID

'El niño que gritó puta' pequeño gran comienzo

El primer filme en concurso de esta edición de la Seminci -que sigue siendo uno de los festivales mejor organizados y más en onda con la evolución del cine actual- es una pequeña gran obra, un durísimo y estremecedor filme independiente neoyorquino, primer largometraje del joven realizador argentino Juan José Campanella, escrito por la expertísima guionista Catherine May Levin y protagonizado por un ya casi veterano actor-niño: Harley Cross. Los tres son, cada uno en su compleja tarea, excepcionales, y su película -con un largo y extraño título: - una producción menor con resultados artísticos mayores, más que serios.

Su director la define como un "thriller psicológico emocional"; su joven actor, como "el comienzo de una mutación en mí y en -mi manera de actuar"; y la guionista, con el sello de multitud de réplicas de diálogo dignas de un guión de William Faulkner (El sueño eterno), Raymond Chandler (Extraños en un tren) o Phillip Jordan (Johnny Guitar). Una réplica entre muchas: médico psiquiatra: "¿Siempre fue tartamudo su hijo?". Madre: "No. Sólo desde que comenzó a hablar". Se trata de un duelo infernal, abominable pero hermoso, entre una joven madre y su hijo, resuelto al mismo liempo con horror y ternura inseparables.

El filme está rodado con cuatro cuartos y cuatro millones de toneladas de verdad y de conocimiento de un abismo contemporáneo: cómo se forja en la niñez la bestia que anida en algunos adultos violentos, y en concreto adultos violentos específicos de la sociedad estadounidense actual.

La leyenda de 'Espartaco'

Nadie, salvo sus autores Y sus censores, conocía la versión integral de la legendaria Espartaco, dirigida en 1960, sobre un guión de Dalton Trumbo, por Stanley Kubrick. Guionista y realizador rompieron en ella los límites de permisividad del Hollywood de entonces, y los distribuidores del filme tuvieron que suprimir algunos inquietantes flecos eróticos en la relación entre Laurence Olivier y Tony Curtis. Precisamente ahora, cuando la regresión puritana vuelve a afilar las tijeras de los censores del cine estadounidense, la Seminci ofreció como respuesta la versión integral de esta obra mutilada. Y la pantalla del teatro Calderón vallisoletano vibró de nuevo con el rescate del verdadero cine, del cine libre. Este Espartaco integral se verá pronto en las pantallas españolas y habrá ocasión entonces de hablar de algunas de sus espectaculares minucias, que han crecido con el tiempo, como también el tiempo ha erosionado algunos aspectos de la obra ya cuestionados cuando se estrenó: sobre todo las arritmias de su guión y su pésima banda sonora, degradada por una música blanda y meramente ilustrativa de Alex North, que se limita a subrayar desde fuera lo que ocurre en la imagen, sin penetrar ni fundirse nunca en ella.

Pero lo esencial de esta bella y monumental película queda ahí, en la memoria de la pantalla, intacto: las geniales creaciones sobreactuadas de Charles Laughton y, en menor medida, de Kirk Douglas; la sobria composición de Olivier, ahora, por fin, completada y aclarada; las apasionantes escenas que nos llevan del apresamiento de Espartaco a su primera sublevación, que suponen momentos de cine único.

Luego, en su zona intermedia, la que corresponde a la representación de la libertad del esclavo, el vigor del relato -ni Trubo, ni Kubrick supieron hacerlo crecer precisamente en su lado optimista, que es el que ellos más amaban- decae para elevarse nuevamente al final, tras la derrota de los esclavos, de nuevo en el territorio de la opresión y la muerte de la libertad. Hay por ello, dentro de Espartaco, más fuerza expresiva en sus negaciones que en sus afirmaciones; más capacidad de convicción en la representación del dolor del aplastamiento de una sublevación contra la tiranía que en la alegría de la sublevación como tal. Esto acentúa secretamente la vigencia del filme, su estricta y brutal contemporaneidad.

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