Una aventura digna de Indiana Jones
Como los periodistas, los arqueólogos se mueren por llegar al terreno, maldicen las horas que pierden en preparativos, se muerden las uñas.El equipo de Molist pasó los días previos a la instalación de su campamento recorriendo la hermosa ciudad de Alepo, fundada en 1780 antes de Cristo, que fue capital de los hititas y que han cantado todos los escritores viajeros.
Su extraordinario zoco, lleno de ovejas desolladas, de tejedores y artesanos, trufado de antiguas madrasas (escuelas coránicas) y de caravanserais o posadas en donde descansaban los comerciantes que venían de la India hacia el Mediterráneo, siguiendo la ruta de la seda, su zoco, decía, ofrece también cacharros de cocina, víveres y cuanto material necesitan los expedicionarios. Sudorosos cargaron con sus compras por las callejas perpendiculares a la ciudadela erigida por los seleucidas y reconstruida en el 1260 de nuestra era por los mamelucos, después de las invasiones mongólicas. Comprar sí fue, para Molist y compañía, una aventura digna de Indiana Jones.
Lo más difícil, sin embargo, fue encontrar una casa. La expedición -que, por motivos económicos, comparte la infraestructura de una misión francesa del Centre Nacional de la Recherche Scientifique, dirigida por el profesor Jacques Cauvin- acabó por alquilar dos pequeñas construcciones rectangulares propiedad de una mujer que el año pasado se quedó viuda porque unos vecinos del pueblo de al lado asesinaron a sumarido en una riña.
Frente a una de las casas, la gente de Molist y sus colegas franceses plantan cinco tiendas de distinto pelaje. No hay agua corriente, ni siquiera han traído los bidones que permitirán montar una ducha de campaña, y eso, por el momento, será lo más duro, aunque el representante del Gobierno -obligatorio- ha .prometido arreglarlo.Una disputa conyugal
Es todo un personaje este tipo, que parece arrancado de las memorias arqueológicas de Agatha Christie. Gordito y obsequioso, goza de un cierto poder en esta aldea donde los carneros luchan a cabezazos en las esquinas y, en cada hogar, se exhibe un relieve de madera con el presidente El Asad y los símbolos patrios.
Así que Mohamed Ali mueve su gordo trasero de un lado al otro del campamento mientras Feiral, su mujer, una pálida muchacha de rostro delicado enmarcado por el pañuelo, observa con desolación la tropa que tendrá que alimentar usando más su talento que los precarios utensilios que han aportado. En cierto momento, un miembro de la expedición la ha sorprendido parada ante el hornillo, llorando a lágrima viva. Mohamed Ali tardará un par de horas en conseguir recordarle a su esposa que le debe obediencia y que, sobre todo, no puede dejarle mal ante los extraños. Éstos siguen organizándose, sintiéndose algo culpables, pero con la esperanza de que el resultado de la larga trifulca conyugal sea favorable.
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