Carcajada
Siempre tuvo mucho sentido del humor Augusto Pinochet, aunque ahora hace bien en reírse. La jugada le ha salido redonda. Primero asesinó sin compasión, en nombre de la doctrina de seguridad interna, a cuanto sospechoso le vino en gana. Mandó torturar, mutilar y enterrar. Y ahora se ríe porque sus esbirros economizaron en tumbas. Normal. La mejor broma fue quedarse de comandante en jefe del Ejército chileno después de quitarse el mandil de carnicero. Eso le da derecho a todo, incluido el de contar chistes.En Chile no cayeron los símbolos de la dictadura, y el mundo libre no se ha quejado por ello. Nadie agarró a don Augusto del pescuezo y le arrastró por la avenida: semejantes degradaciones se guardan para la estatua de Lenin, culpable de tantas y tantas cosas, entre otras de que en Moscú no haya delicatessen. Mala suerte para el calvo. En cambio, el general está sin novedad gracias a que los mismos que corren a asegurar la democracia en la inmensa tarta que fue roja sirvieron de valedores a su sangrienta toma del poder y le mantuvieron en él durante 17 años, los suficientes para que Chile cambiara tanto que a la gente le bastara con sentirse viva, con respirar en paz.
Su carcajada puede parecer siniestra; no es la del cínico, sino la del hombre contento, satisfecho, porque sabe que cumplió con su deber, con lo que le pidieron. Si reprimió y mató hasta hartarse, lo hizo para conjurar el peligro del comunismo internacional, y el tiempo ha acabado por darle la razón. Prestó un servicio inmenso a ese Occidente que, hipócritamente, se escandaliza porque se cachondea de sus muertos.
Pinocho nunca colgará cabeza abajo de la plaza de Armas, y él lo sabe: por eso se ríe. La vergüenza y la culpa quedan para otros hombres.
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