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La ola

Manuel Rivas

No se recuerda un verano tan liberal como el de 1991.La ola fue elegante y sutil cuando tomó la forma de las sienes plateadas de Karl Popper. La ola, antes, se había llevado, disuelta en amargura salada, la enjuta sombra de Alfonso por una hendidura de estío en el adobe, mientras en el patio un otro Guerra desburocratizaba las caderas con la cadencia de un merengue suavemente libertario.

Aznar escuchó el eco despistado de la ola en una caracola alicantina, olfateó un hueso mondo en el trastero y prometió privatizar las televisiones autonómicas, quizá todavía convencido de que son delegaciones regionales de la deficitaria RTVE. Pero la ola ya había irrumpido, por sorpresa y en vísperas de festivo, en la radio pública, llevándose por delante Radio 4.

La ola soltó la lengua a los más atrevidos de los lentos, y fue entonces cuando Antonio Ramilo, presidente de la Confederación Gallega de Empresarios, llamó a los sindicatos parásitos sociales, sin aclarar si por su boca hablaba el ex procurador franquista o el neófito liberal.

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La ola inspiró, con comedido aliento, a los expertos que elaboraron el informe Abril para la sanidad. De sus atinadas conclusiones deduzco que una de las causas del desmesurado déficit de la Seguridad Social es esa inexplicable y viciosa inclinación que tiene la gente enferma hacia el consumo de medicinas, muy especialmente los pensionistas y viejos de la tercera edad, anacrónico sector donde los haya.

El que contamina paga, dice una máxima de moda en la sección humorística de los programas electorales. El que tenga una artrosis que se la mantenga, se sentencia ahora con muchas más probabilidades de éxito. La certera burocracia estatal siempre pillará antes a un viejo cojo que a un mentiroso.

Intuyo también que la brisa de la ola tiene algo que ver con el semblante reluciente y el magnífico estado de ánimo del ex secretario general del partido comunista, Santiago Carrillo, un apacible pequeño propietario liberado por fin de su cuota partidaria y de las engorrosas vacaciones veraniegas en los paraísos de antaño.

En tan magno retablo, y a modo de cubismo cañí, emerge la oronda jeta televisivia de Gil y Gil. A ritmo de rumba pasan Los Manolos, honestamente erguidá la bandera del nacionalhorterismo. En la cueva de Zaratrusta, agobiados por la caló, el can dice "¡Guau!", y el loro, iViva España!".

Aparentemente inmunes a la ola, un grupo de poetas reafirmó en El Escorial su compromiso por cambiar la vida. Por cambiar el mundo. No seré cruel con los poetas, yo también lo era hasta hace unos días, pero digamos sencillamente que la vida y el mundo, y muy especialmente los catálogos de moda y perfumería, han puesto en su sitio ese otro anacronismo. Me desconcierta, eso sí, que los economistas más sabios sean tan escépticos con su ciencia y acaben escribiendo sonetos o novelas sentimentales.

A mí la ola no me pilló a contrapaso, sino intentando sumar tres moscas y media, dos medias moscas y una mosca y media.

Encabalgado en la cresta de la ola venía un simpático duendecillo navarro, no más enano que el paje de Merlín, que me sopló al oído la variante de un proverbio italiano: "El dinero no trae la felicidad, pero calma los nervios de la nación".

Cuando quise plantearle el enigma de las moscas, el geniecillo había desaparecido y la ola tomó la forma de un torbellino. El provinciano, de mí hablo,

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Manuel Rivas es escritor y periodista.

La ola

Viene de la página anteriorhabía caído en las fascinantes garras de un tipo llamado Rothbard.

A Murray Rothbard le han llamado "el Karl Marx del anarcocapitalismo". Parece, efectivamente, un Marx invertido, como lo define Guy Sorman (Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo, Editorial Seix Barral). Su punto de partida no difiere mucho del autor del Manifiesto comunista: la libertad es una quimera si no se tiene propiedad, y el Estado es lo más parecido a una banda de salteadores con solera. Empero, las conclusiones son diametralmente opuestas: lo público es una ficción, y deberíamos sustituir al Estado por una comunidad de propietarios.

Como ejerce de profesor en Las Vegas, es muy posible, y hasta él lo admite, que su teoría esté influida por el tintineo de las tragaperras y la esceriografla de los casinos, pero su extremismo tiene, al menos, la virtud de poner sobre el tapete la inéonsecuencia de cierta retórica neoliberal. Cuando Rothbard habla de privatizar, habla ciertamente de privatizar, y no pierde el tiempo en triquiñuelas para regatear el Pharmaton Complex a los ancianos. Los impuestos son un robo; la guerra, un crimen; el servicio militar, una esclavitud; y el Estado, "la más vasta y más formidable organización criminal de todos los tiempos, más eficaz que cualquier mafia en la historia". ¡Toma castaña!

Según Rothbard, la policía y la justicia serían mucho más efectivas en manos de las compañías de seguros. En cuanto al Ejército, sólo tendría sentido en caso de invasión, y buen cuidado pondrían los propietarios en sufragarse su propia defensa. Además, podría preguntarse el profesor de Las Vegas con mucho sentido, ¿qué clase de loco tendría interés en complicarse la vida con una comunidad de propietarios? Conozco bien el terreno. Cuando los suevos invadieron Galicia no les quedó más remedio que enterrar la espada y coger el arado. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un ejército imperial en un país de minifundio? Así cayó también Esparta.

Pero Rothbard va mucho más lejos. ¿Por qué no privatizar las calles y la atmósfera? Por momentos parece que estamos ante un caricaturista que pretendiese ridiculizar un sistema por extensión de sus principios hasta el absurdo. Pero yo no me lo tomaría a broma. Algunas de las propuestas de Rothbard y colegas, como la privatización de prisiones y cementerios, empiezan a llevarse a la práctica, y es previsible, en lo que se refiere a los camposantos, que nuestro billete de viaje para ganar el cielo deje de ser pronto un eufemismo, lo que explicaría también, como la reacción propia de un monopolio amenazado, el actual énfasis del máximo pontífice en condenar al materialismo capitalista.

Es obvio que semejante utopía capitalista y antiestatal re quiere verdaderos creyentes, como el comunismo y no liberales a tiempo parcial. Por lo que aquí respecta, paréceme que Rothbard despertaría muy escaso entusiasmo entre sus presuntos compadres ideológicos, tan despectivos como enmadrados con el Estado, y témome que sólo obtendría el incondicional respaldo de algún súbito converso, seguramente ex marxista y del sector más corsario de los contrabandistas arosanos.

Tenemos el país lleno de postulantes de la ensenanza privada que hacen cola en las venianillas de subvención del Estado. De empresarios amamantados por el mismo intervencionismo que condenan. De apóstoles del liberalismo que cobran nómina como burócratas de la Administración. De líderes que en la oposición critican el gasto público y que se apresuran a endeudarse y contratar cientos de simpatizantes-asesores nada más tomar posesión del poder. Las últimas privatizaciones de las que tengo noticia en mi entorno más próximo son las de la grúa municipal y los conciertos de rock. En ambos casos, el Ayuntamiento se compromete a cubrirlos déficit, si los hubiese, de las concesionarias privadas. ¡Curioso mecanismo para fomentar la inversión y el riesgo!

Para nuestra desgracia, buena parte de lo que llamamos burguesía en España es un producto del Estado y no al revés. La primera burocracia sólida fue precisarnente la de la Inquisición, que, entre otras tareas, se afanó en la persecución de la incipiente verdadera burguesía. La segunda, la que se trajinaba el comercio de Indias. La burocracia franquista no fue más que el último eslabón conocido en esta malformación histórica de parásitos del Estado que en su fuero interno despreciaban lo público. No ha sido precisamente el mejor caldo de cultivo ni para formar una administración eficaz ni para crear una sociedad abierta.

¿Qué diría Rothbard cuando descubriese que el más liberal de los españoles es el ministro socialista de Economía? Popper, más sosegado, posiblemente ya lo irituía cuando rehusó criticar la socialdernocracia durante su estancia en Santander. ¿Quién sabe adónde puede ir un duendecillo a lomos de una ola?

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