Anuncio vaporoso
EL GOBIERNO parece decidido a abandonar su actitud de brazos cruzados ante los graves problemas humanos, médicos y legales que lastra la legislación despenalizadora del aborto desde su aplicación, en 1985. El ministro de Relaciones con las Cortes, Virgillo Zapatero, ha desvelado que dicha legislación será reformada, pero se ha reservado en qué consistirá la reforma. La solución se pospone, como es habitual en muchas decisiones políticas, para después del verano.Pero, con toda probabilidad, lo que realmente sucede es que el Gobierno no ha superado todavía las dudas existentes en su seno sobre cual debe ser la solución. Son públicas las distintas posturas ministeriales sobre el camino a seguir. Hay ministros que apuestan por una ley de plazos, aquella que deja a la mujer la libertad de decidir sobre la interrupción de su embarazo en las primeras semanas de gestación; otros están a favor de añadir a los tres supuestos despenalizadores actuales -riesgo para la salud de la madre, malformaciones del feto y violación- el llamado supuesto socioeconómico, que contempla el efecto negativo que pudiera producir el nacimiento no deseado en la salud y el bienestar de la madre y de la familia, y finalmente, algún ministro ha dejado entrever su postura favorable a dejar la actual ley como está y buscar la remoción de los obstáculos que dificultan su aplicación -fundamentalmente, la acción popular ejercida por grupos y asociaciones antiabortistas y el recurso no reglamentado a la objeción de conciencía por parte de los médicos- mediante reformas legislativas colaterales. Todas estas posibilidades caben en el impreciso anuncio de reforma lanzado por el ministro Virgillo Zapatero, un compromiso genérico del Gobierno que más bien va a servir para remover las aguas del siempre áspero debate social sobre el aborto.
Las reacciones desaforadas ante este vaporoso anuncio de reforma no se han hecho esperar en sectores de la derecha. Algunos de sus representantes, poniéndose la venda antes que la herida, ya han vaticinado a la todavía nonata reforma su paso por el Tribunal Constitucional, lo cual pone de manifiesto que en estos sectores el rechazo al aborto no se aviene con ninguna fórmula legal que atempere el drama humano y social que provoca. De ahí que el Gobierno debería inclinarse por una reforma que diera una respuesta adecuada y definitiva a esta situación. Es evidente que cualquier otra, por timorata que fuera, tendría igualmente la oposición de dichos sectores.
El diseño de la reforma legislativa debería articularse más sobre el derecho de la mujer gestante a interrumpir su embarazo no deseado (ley de plazos, que el propio Gobierno estima, acertadamente, no contraria a la Constitución) que sobre la vía de ampliar la actual ley con el supuesto socioeconómico (llevaría a arbitrar nuevos controles, quizá del inspector de Hacienda o de la asistente social, para determinar esta situación). Una ley de plazos situaría la decisión y la responsabilidad del aborto en manos de la mujer y no en instancias ajenas que no dudan en hacer de este grave problema bandera de su intolerancia y de sus particulares conceptos éticos o religiosos.
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