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Qué asco, cómo crece la ciénaga

Xavier Vidal-Folch

Las prácticas financieras ilegales conectadas con la vida política constituyen la mas perniciosa -aunque no sea la de mayor volumen- de todas las corrupciones existentes.Es perniciosa, sobre todo, por su principal consecuencia: implica la negación del carácter ejemplarizante que se le supone a lo público en una democracia moderna. Los políticos salpicados por las prácticas fraudulentas no sólo dejan de marcar pautas de conducta ciudadana, sino que devienen estandartes de lo contrario: incitan al fraude fiscal -o desmotivan a los contribuyentes- y refuerzan los falsos argumentos del absentismo electoral quintaesenciados en el dicho según el cual todos los políticos son iguales. Todo ello deteriora y desacredita al Estado democrático, al minar sus bases de financiación y resquebrajar el consenso social sobre el que se asienta.

Pero hay más. La corrupción política -concretamente, la financiación irregular de los partidos- desencadena un círculo de putrefacción que acaba impregnando toda la vida económica. No es indispensable aducir casos como los de México e Italia. La propia experiencia española ofrece ejemplos de cómo opera esta impregnación. Lógicamente, los procedimientos irregulares se despliegan a través de circuitos subterráneos. De esta forma, la ilegalidad acaba conculcando cualquier atisbo de seguridad jurídica. Las empresas o instituciones que sobornan por vocación o porque se ven compelidas a pagar -si pretenden conseguir determinado contrato o tratamiento. o no estar mal vistas- carecen de garantías sobre la representatividad y eficacia de los intermediarios. Y a partir de realizado el pago ilegal, resultan rehenes de su propia actuación delictiva, que, por ende, debe cubrirse mediante nuevas infracciones -segundas contabilidades, falsificación de documentos, anulación de apuntes-, hasta el punto que la irregularidad entra en una dinámica de au toso stenimiento. Por lo demás, lo que empezó siendo una ayuda para el partido, en ausencia de todo procedimiento, suele acabar beneficiando al intermediario, si éste es menos desprendido o más golfo de lo que se le supone: no en vano el agua moja el cauce.

Pero la operatividad de esa impregnación funciona con un elemento mucho más funesto. Quienes a media voz justifican las conductas irregulares suelen argüir que militantes, dirigentes o intermediarios no obran en beneficio propio, sino del partido que representan. Aceptar esta ruin falsificación pseudomoral sería catastrófico para la conservación del Estado democrático. Cualquiera podría colocar en el lugar del partido no importa qué concepto, reputado digno y noble, para en su nombre cometer toda suerte de disparates. Santificar el delito con la excusa de una idea política es, a la postre, santificar el delito. Y es ofrecer coartada a todo indeseable que precise de ella.

Pero se trata además de una coartada cuya argumentación está carcomida por la falacia. Aquellos dirigentes políticos que -siempre en voz baja- lamentan pero justifican estas actuaciones insistiendo en que el beneficio de las mismas es colectivo -el partido-, olvidan que redundan también en aprovechamientos personales en forma de símbolos y situaciones: los de ellos mismos. Existe corrupción en muchos ámbitos de la vida privada, pero algo más que un indicio apunta a que, en España, los poderes políticos corrompen, y corrompen extorsionando.

El caso Naseiro, el caso Casinos, el caso Juan Guerra, y ahora, más desnudamente, el caso Filesa, entre otros, vienen escandalizando la conciencia ciudadana, independientemente de cuáles sean finalmente las resoluciones de la justicia. El último de estos asuntos, de momento, ha engullido en pocos días buena parte del margen de miciauva que ganaron los socialistas con el cambio de Gobierno -¡de hace tan sólo tres meses!-; ha instalado en una profunda -aunque ominosamente silenciosa- depresión a sus dirigentes más sensibles, y, en ausencia de una reacción fulminante de la cúpula, ha posibIlltado que los dardos envenenados se dirijan con una frecuencia cada vez mayor hacia el objetivo último, la cabeza del propio presidente. Muchos parecen estar, como en la obra de Samuel Becket, esperando la entrada en escena de Godot. Pero Godot-Felipe González sólo ha hecho hasta el momento apenas un amago de reacción al manifestar que está "seriamente preocupado" por la cuestión.

Hay que dudar de que las lamentaciones jeremíacas expresadas desde la sociedad civil o los llamamientos regeneracionistas -con ser inevitables- constituyan la respuesta adecuada. Este tipo de planteamiento suele desembocar -así ha ocurrido en la historia de España- en ofertas antidemocráticas. Basta recordar los ejemplos de Chile o de la Unión Soviética para convenir en que la democracia es un régimen degradable, pero, en todo caso, el menos corrupto de los sistemas posibles, ya que posibilita la denuncia de la irregularidad ante la opinión pública, su persecución ante los tribunales y el castigo de los culpables en la arena electoral.

Pues bien, de eso se trata. La sociedad española debe hacer oídos sordos a los cantos de sirena del abstencionismo o de la marginalidad nostálgica de la dictadura. De lo contrario, este régimen acabará desembocando al menos en el modelo bufo italiano, tragicómicamente atravesado en su estructura por la espiral mafiosa y el bloqueo de las instituciones. La ciudadanía debe pasar de la lamentación privada o pública a una actuación resuelta. Y ello, en un triple plano: la ley, la opinión y las urnas.

La ley: la respuesta a la irregularidad corresponde en primer término a los tribunales. Aplíquese la ley en toda su extensión a quienes resulten infractores de la misma, aunque, paradójicamente, hayan podido ser sus autores o coautores. Y exíjase al Tribunal de Cuentas la misma eficacia que a otros tribunales.

La opinión: la opinión pública y los afectados tienen la oportunidad de insistir, sin tremendismos apocalípticos, en la gravedad de la cuestión. Denúnciese, pues, a los políticos que propicien o toleren los fraudes, se amparen o no en una tradición de honestidad, lo que en el primer caso resulta aún más patético. El enroque de silenclo que está practicando la llamada clase política es un esfuerzo vano: aumentan cada día los empresarios y otros afectados que desean exorcizar su vergüenza -que lo es y en qué modo- y el periodismo serio, riguroso, responsable, no callará.

Las urnas: la respuesta corresponde, last but no least, al electorado. En un planteamiento maduro, el voto no se entrega, sólo se presta. Respóndase a cada caso de corrupción en las urnas, jamás con la abstención. ¿Cómo? Cada uno sabrá.

Al final a lo mejor procede estudiar un nuevo cambio en la legislación sobre financiación de los partidos. De hecho, ésta se ha modificado ya, y generosamente para sus arcas. Pero todo sugiere que su voracidad recaudatoria ante una campaña electoral puede con cualquier disposición legal, no digamos con las más elementales normas de prudencia. ¿Sirven los límites jurídicos de linimento a unas exigencias financieras crecientes ante la cada vez más estrecha competitividad entre los partidos?

Hay que debatir esta cuestión, que, por otra parte, no es exclusiva de nuestro país, sino común con otras democracias occidentales. Porque al cabo, quizá fuese más práctico -aunque menos elegante y obviamente más favorable al conservadurismo- un modus operandi similar al norteamericano, en que casi todas las actividades de recaudación de fondos están permitidas -notoriamente las prácticas de los lobbies-, siempre que se ejerzan a la luz. Quizá ése no sea un sistema tan inconveniente. Quizá todo el problema se reduciría si la transparencia se convirtiese en norma de conducta principal en la vida pública. Lo que es seguro es que quienes depositaron sus ilusiones en el nuevo régimen y quienes abrigaron luego la esperanza de que el cambio socialista no sería, desde luego, a peor, se sienten asfixiados por el asco que produce contemplar cómo crece la ciénaga. Nos asfixiamos.

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