Nuevos vientos para el credito inmobiliario
JOSÉ LUIS MEZQUITA DEL CACHOEn esta primera entrega, el autor destaca la necesidad de un cambio en la política del crédito inmobiliario y aboga por acabar radicalmente con la "monstruosidad social" de lo que él define como los "especuladores encubiertos" y cambiar la "economía a palo seco" por "seguridad jurídica y justicia social" en esta materia.
Todo indica que el cambio de signo que se inició en las postrimerías de 1990 en la política de créditos (en especial a la vivienda) profundiza en su nuevo rumbo, y que en los templos del sistema monetario y financiero se predica ahora aperturismo en la concesión y abaratamiento en el interés retributivo.Es probable que el enfriamiento económico se haya pasado de rosca, y también que en ello haya influido el criterio no discriminatorio, no selectivo, con que las medidas restrictivas fueron concebidas en su día y aplicadas contra la demanda de consumo. El excesivo crecimiento de ésta fue considerado como una simple magnitud matemática, en quantum en el firmamento de datos económicos, y tratado como tal, sin distinciones cualitativas, para aplicarle una corrección del mismo orden, en números abstractos y sin alma.
Tal vez sea ello lo ortodoxo en economía pura; pero ¿debe ser pura (que significa vaciada de valores éticos) la economía política? El crédito a los consumidores ¿es un género absoluto que no admite especiales? A los profanos nos parece más bien que no todos son iguales, y nos resulta dificil comprender que sea sometido a igual tratamiento el de un bien de primera necesidad como la vivienda, en la que se materializa un derecho fundamental del ciudadano -en realidad, un derecho humano-, que el de los turismos de importación, los frigoríficos o los viajes de vacaciones. Y, sin salir de la órbita inmobiliaria, que el consumo de viviendas primarias sea medido por el mismo rasero que el de residencias secundarias, o locales de negocio, o fincas de explotación.
Economía y justicia
Resulta bastante laxo el uso de la palabra "consumo" para referirse a una inversión como la que se realiza en vivienda, ahorro en el más riguroso sentido, ya que nada en ella se volatiliza ni perece (es un consumo que se consuma sin consumición); y habiendo hecho excepción con ella en el frenazo, no se habría desestabilizado el sector de la construcción, motor de la economía, con reflejo negativo de la tasa de empleo; y sólo se le habría obligado a volcar su actividad en el área en que el déficit de cobertura de necesidades vitales de la sociedad es más clamoroso, contribuyendo, al reducirlo, a romper la ola especulativa donde más odiosamente golpea y donde su efecto es más devastador.
El guiso del crédito a la vivienda no debe hacerse con economía a palo seco, sino que, como imperativo político categórico, requiere importantes dosis de seguridad jurídica (estabilidad sin altibajos, prevención formal de riesgos, información inteligible) y de justicia social.
La acción económica desaceleradora habría podido conciliarse con una acción social de justicia aprovechando la misma coyuntura. Hacer justicia puede ser caro; pero lo primero es lo primero, y no hay modo de convencernos de que la justicia deba supeditarse a la economía ni de que la economía tenga otra justificación última que la justicia. Máxime cuando, según la proclamación constitucional, el derecho a vivienda digna y adecuada tiene rango de fundamental y aun de derecho humano.
Esperemos que hoy el golpe de timón en el tema del crédito no se haga como en el cambio de rumbo anterior y contrario, manejando magnitudes con el simple criterio cuantitativo, sino que el sistema financiero, en ambos sectores, público y privado, llevará a cabo una actuación selectiva con fundamentos cualitativos. En otro caso, seguiremos confundiendo el cambio con el bandazo, y tal vez éste baste en economía para producir algún efecto; pero justicia distributiva sólo se hará con el cambio auténtico, que, dicho sea de paso, es lo que se prometió.
Se argüirá lo dificil que resulta controlar eficazmente las circunstancias y propósitos que marcan la diferencia; pero nada en la justicia es fácil, ni nada es más fácil que la injusticia, por el simple expediente de desistir de intentar aquélla so pretexto de complejidad. Es una excusa propia de la simplista economía del monetarismo, ese remedio contra la calvicie económica que parece conseguir que no se le caiga el pelo a quien lo tiene, pero renunciando de entrada a que le salga a quien carece de él.
Para realizar la exigencia de justicia social que impera en la cuestión, sería preciso que las ins tituciones financieras dediquen cupos prelativos y estables de cré dito al sector de la vivienda y, dentro de él, y en términos de preferencialidad de tipos, a la vivien da primaria o estricta, que es a la que mira el mandato constitucional. Ello, con las compensaciones fiscales que procedan, y subvenciones externas, o de su propia obra social las que la tengan, con voluntad de atención a temas de trascendencia prioritaria.
Pero también exige la celosa exclusión de los especuladores del acceso al crédito hipotecario. Las entidades financieras deberían venir obligadas a justificar, ante las autoridades rectoras e inspectoras del sistema, que los créditos son concedidos a personas que van a utilizarlos, ya sea para el acceso directo a la propiedad de las viviendas como consumidores finales, ya para su edificación o rehabilitación previamente aprobada por la Administración con destino vinculante a arrendamiento o a venta a verdaderos consumidores; doble control factible si se emplea la fórmula global de crédito al promotor y al consumidor en una misma operación en fases sucesivas.
Y en caso de desviación de la finalidad del crédito, debe pronunciarse su vencimiento anticipado y con tipos penalizados e imponerse además al presunto consuri-tidor final la justificación del uso efectivo de la vivienda durante un plazo mínimo racional, desde su adquisición hasta su retransmisión. El consumidor es ya mucho más que un concepto: es una verdadera bandera social, contra el abuso y contra el fraude; y disfrazarse con ella para especular sería una ignominiosa profanación. Quienes hoy especulan con la necesidad de vivienda están al nivel de degradación moral de los mercaderes de esclavos de un pasado aún no demasiado lejano; y las generaciones del próximo futuro juzgarán a ésta, que está tolerando el fenómeno, como juzga la nuestra a las que toleraron aquel comercio ominoso cuya memoria revuelve hoy los intestinos de la conciencia humana.
Mediación especulativa
La acción excluyente de los especuladores en el régimen del crédito a la vivienda debe suponer asimismo la de toda clase de intermediarios, que con alta probabilidad pueden resultar especuladores encubiertos. Hay que acabar radicalmente con esa monstruosidad social, que se ha venido dando a lo largo del periodo del último boom inmobiliarío y sus prolegómenos, de que el crédito institucional, tanto público como privado, sea desviado a personas o entidades que lo utilizaron para especular sin freno, contribuyendo a originar en las ciudades las alzas desorbitadas de los precios de las viviendas que han provocado en aquéllas el éxodo de la juventud profesional y trabajadora.
Sorprende que, salvo el consejero Molins (implícitamente y algún tiempo atrás), nadie haya mencionado esta causa (una entre varias, pero nada despreciable) del infausto fenómeno que acabamos de lamentar. Es hora de poner fin a esa omisión, resaltar el hecho y adoptar frente a él la actitud beligerante que su gravedad reclama.
Desde el fin del monopolio histórico del Banco Hipotecario de España, los bancos privados comenzaron a competir con las cajas de ahorro en su clásico terreno de los créditos hipotecarios para la promoción y el consumo inmobiliario y, en su afán de alcanzar rápidamente cuotas de mercado comparables a las que las cajas habían conseguido paso a paso a lo largo de muchos años, decidieron compensar con cupos de crédito en condiciones preferenciales a cuantos les proporcionaran, en forma masiva, demanda de préstamos hipotecarios. Sonó entonces la hora de Jauja para ciertos seudomediadores, por lo general intrusos profesionales, que, situándose al margen de toda disciplina colegial profesional, se organizaron en empresas planificadas para la contratación en masa, con o sin personalidad jurídica y más o menos discretamente carteladas.
Estas empresas partían de la ventajosa base de una demanda excitada en parte por necesidades vitales de habitación, y en otra (caso de los tenedores de dinero negro) por la especial convenlencia de invertir, en forma oficialmente documentada, en bienes exentos de control de precios (mercado libre) y a la vez susceptibles de plusvalías considerables. Al disponer de créditos que sumar a sus propios recursos para adquirir con intención de revender una proporción importante de la oferta que se les dirigía como organizaciones mediadoras, lograron concentrar a la vez oferta y demanda; y al utilizar su información privilegiada de los niveles generales de una y otra (más el de sus circunstancias casuísticas), se hallaron en disposición de mover el mercado y los precios por sí mismas, especulando en él directamente.
De esta manera, compraron para sí lo que se les había encargado vender, y revendieron a quienes les habían encargado buscar en el mercado para comprar. Todo ello disciplinariamente vedado al verdadero agente mediador colegiado, constreñido a lo que es esencia del corretaje: poner en relación a las partes para que entre ellas contraten, y percibir por su trabajo, cuando la transacción se consume, la comisión correspondiente. Y no es que aquí se esté imaginando nada: basta leer la publicidad de prensa, cines o autobuses para comprobar que, cómo ciertos refinados agentes dobles de John le Carré, se han aprovechado de las dos partes.
El escenario favorito para esta actividad fue el sector de viviendas de segunda mano, sin perjuicio de operar también en el de primera en alguna oportunidad de promotora en apuros, y hasta sin apuro alguno cuando la promotora, viendo claro el éxito de la maniobra especulativa de la organización de turno, decidía asociarse, más o menos disimuladamente, a sus resultados a través de supuestos compromisos u opciones, fáciles de desistir en el momento oportuno, previo no menos oportuno pago, rionnalmente oculto en su percepción y en su reparto.
El papel de las cajas
Pero, sobre todo, ha sido al extender al mercado de la vivienda usada las lacras concentradoras y monopolísticas propias del de la nueva cómo esas organizaciones se han convertido en un agente envilecedor de primer orden del mercado inmobiliario global, ya que el de segunda mano, antes factor moderador, ha pasado a ser cooperante en la especulación generalizada, con daño directo de aquellos (jóvenes y trabajadores) que recurren normalmente a la vivienda usada para solventar su necesidad, primera o definitiva.
Tradicionalmente, las cajas de ahorro venían realizando, gracias a su relación cuasi familiar con su clientela, una selección natural de los beneficiarios del crédito, abierto a promotores y consumidores y cerrado a especuladores disfrazados o no de mediadores. La concurrencia desmadrada de algunos bancos los coloca ahora en la desagradable encrucijada de imitar su ejemplo, renunciando a sus principios, o cambiar cuotas por cuitas en el mercado hipotecario.
Se objetará: si el mercado es libre, también han de serlo las actividades que en él se producen. ¡Otra vez la sagrada idea de libertad invocada para el fraude sociall Viejo truco. Un Estado social de derecho no debe caer en esa trampa. Economía de mercado, sí; pero mercado con juego limpio, de fuerzas generadas y equilibradas naturalmente; no un seudomercado artificiosamente manejado por jugadores de ventaja que, no siendo oferta ni demanda, especulan a costa de la una, de la otra, de la sociedad, cuyo pulmón mercado infectan, y del fisco, ante el que, mediante la documentación clandestina, encubren su intervención en la cadena de transmisiones. Si no se aniquila ese agente maligno, no'habrá forma de poner remedio a la degradación del mercado inmobiliario.
es notario y inlem bro de la Libre Asociación Profesional de Notarios Joaquín Costa.
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