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El futuro del Museo del Prado

Tras la dimisión de Alfonso E. Pérez Sánchez como director del Museo del Prado y su nada fácil sustitución en el cargo por Felipe Garín se plantea el reto del futuro de esta institución, sin duda la más relevante del patrimonio cultural español. El asunto de cómo encarar perentoriamente dicho futuro, en medio de un inesperado cambio de dirección, no hace sino agudizar la sensación de inestabilidad que ha caracterizado al Museo del Prado durante los últimos años, en los que se planteó la necesidad de abrir nuevas perspectivas que, por así decirlo, modernizasen esta institución, cercana ya a cumplir su segundo centenario.Desde esta perspectiva, que plantea a partir de hoy el inmediato porvenir, la polémica más viva planea sobre el modelo de gestión del Prado: ¿debe seguir siendo lo que es hasta ahora, un organismo autónomo de la Administración, con rango de dirección general, aunque prestando cada vez más y mejores servicios a la sociedad? ¿O bien debe acaso transformar radicalmente su estatuto jurídico-administrativo actual en pos de convertirse en una sociedad estatal que permita una gestión similar a la de cualquier empresa privada, cargas y beneficios incluidos? En una palabra, ¿debe ser el Museo del Prado un servicio cultural o una empresa rentable?

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Ciertamente, todas las disyuntivas radicalizadas falsean la realidad, lo que para el caso significa que ni el mantenimiento mejorado de la situación actual es incompatible con una gestión ágil y menos gravosa, ni su conversión en una sociedad estatal implica la desatención de los prioritarios fines culturales que han regido y deben regir esta benemérita institución.

De todas formas, a tenor de lo que ha ocurrido durante los últimos años, y sobre todo a tenor de los proyectos que han sido aireados por parte de un sector del actual patronato del Museo, no podemos permitir que la siempre necesaria matización nuble la visión sobre los graves problemas de fondo.

Y desde mi punto de vista, los graves problemas de fondo se refieren a dos cuestiones: la primera, que el Museo del Prado es propiedad del Estado y, por tanto, que de ninguna manera, no ya esa propiedad, que es jurídicamente inalienable, sino ni siquiera su gestión, puede ser concebida como si de una empresa privada se tratase, aunque esa gestión garantizara la más alta rentabilidad económica, tampoco sabemos a costa de qué.

La alusión que suele hacerse en estos casos a los museos americanos apela a la indudable pujanza de su gestión empresarial, pero silenciando que sus gestores son efectivamente sus dueños, que arriesgan su patrimonio personal y, en definitiva, que disfrutan o padecen sólo ellos del éxito o el fracaso de sus decisiones.

La segunda cuestión se refiere a lo que debe entenderse como servicio cultural. Un servicio que no debe estar reñido ni con la imagen administrativa más dinámica, ni con la falta absoluta de rentabilidad económica, lo que en absoluto debe significar, cayendo en la caricatura opuesta, que deba regirse por exclusivos criterios de éxito popular y comercial, como si se tratase de un parque de atracciones.

Basta con echar una ojeada a la historia de los museos españoles estatales para comprobar que pasan sin transición del inmovilismo y la incuria más absolutos al más impremeditado arbitrismo que quiere cambiarlo todo de arriba abajo como por ensalmo, ocasionando con ello el correspondiente traspiés y el no menos consiguiente desaliento social.

El museo del Prado posee hoy la mejor estructura y medios de toda su historia, lo que no significa que todo esté ya hecho, pero sean cuales sean sus trabas y fallos aún subsistentes, no creo que ponerlo en almoneda o convertirlo en el laboratorio de empresarios o animadores, independientemente de la viabilidad jurídica de este tipo de iniciativa, sirva para otra cosa que para deshacerlo.

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