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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Seguridad sin control

EN EL último informe remitido a las Cortes Generales, el Defensor del Pueblo señaló el espectacular aumento que durante 1990 ha registrado el número de quejas ciudadanas por malos tratos imputados a vigilantes jurados y a agentes privados de seguridad. Informes internos del Ministerio del Interior, por su parte, llaman la atención sobre el preocupante número de empresas piratas que pululan en el sector y sobre la incapacidad ministerial para ejercer una eficaz labor de inspección y control sobre una actividad que, a falta de una regulación precisa, puede implicar indudables riesgos para los ciudadanos.El sector de la seguridad privada en España se ha convertido en uno de los más dinámicos en los dos últimos lustros. A principios de 1991 daba ocupación a unas 50.000 personas, integradas en unas 1.500 empresas, y su volumen de negocio sobrepasaba los 150.000 millones de pesetas. Pero esta espectacular expansión no ha ido acompañada del correspondiente desarrollo legal. La situación, pues, no puede ser más anómala e incluso peligrosa. De un lado, existen verdaderos ejércitos de uniformados, convenientemente armados, que proliferan por doquier en misiones de protección de edificios y bienes privados e incluso públicos. Del otro, persiste un inquietante vacío normativo.

De ahí que uno de los objetivos legislativos de carácter prioritario sea la aprobación de la tan esperada Ley de la Seguridad Privada, que adapte esta actividad a las exigencias de la Constitución y la dote de un rango normativo del que ahora carece. Es evidente que el Estado, al que la Constitución atribuye el monopolio de la violencia y la competencia exclusiva en materia de seguridad pública, no puede permanecer impasible frente al paulatino trasvase de una de sus funciones básicas al sector privado.

El aumento del riesgo y la evolución de la inseguridad ciudadana han sido el factor desencadenante que obligó a la sociedad a asumir cada vez mayores responsabilidades en cuanto a su protección. La inversión en seguridad se convirtió así en una nueva necesidad del propio desarrollo económico e industrial, no sólo frente a la delincuencia, sino como prevención ante todo tipo de riesgos. El propio Estado ha reconocido sus limitaciones para garantizar la seguridad de los ciudadanos e incluso la ha justificado por exigencias de carácter presupuestarlo. En 1977 la Administración obligó a las oficinas de bancos y cajas de ahorro a contar con medidas propias de seguridad y protección. En 1984 amplió la utilización obligatoria de "medidas disuasorias" a joyerías, farmacias y estaciones de servicio. Pero esta cesión de hecho de algunas de sus competencias en una materia tan delicada como es la seguridad no ha sido seguida con la delimitación clara de las condiciones de su ejercicio, de los conceptos de seguridad pública y privada y sus posibles conexiones.

Precisar el estatuto y las funciones de los profesionales del sector debería ser el objeto principal de la nueva ley. Se pondría fin con ello a una situación confusa que puede convertirse en una amenaza nada desdeñable para las libertades y garantías ciudadanas.

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