Frontera
Bajo la enorme cantidad de basura que el hombre genera, la naturaleza late. También es ahora primavera en el fondo del mar. Las quillas de los barcos florecen y sus hélices se convierten en árboles de mejillones petrificados; las grutas más profundas donde las deidades de mármol naufragado conviven con botellas de plástico y latas de sardinas se llenan cerca de abril con la fecundidad de los peces y de las algas, cuya energía nos golpea en ese lado oscuro de nuestro cerebro que es agua todavía. Está naciendo una nueva conciencia, y muchos jóvenes que han hecho causa común con el apio saben muy bien el origen de la verde sangre que llegará. Contemplad los vertederos generales, las ondulaciones de excrementos industriales alrededor de la ciudad. Sus colinas crecen cada día y se van hacia el horizonte más allá de la mirada. También se levantan como un altar en todas las esquinas y su hedor ya forma parte de nuestro pensamiento fermentado, pero debajo de esta degradación hay una frontera y allí permanece intacta Ofelia con la cabellera unida a todas las raíces, envuelta en esporas siempre renovadas, y pronto no habrá ideología más fuerte que esa pasión por rescatar a tal doncella enterrada en el fétido recinto, en el impuro alvéolo que podría ser esta cultura. No obstante, la ciudad también es naturaleza, y en algunos sótanos muy herméticos que lindan con el infierno hay alamedas donde Ofelia juega. A veces ella está sentada en un banco de una hermosa plazoleta o espera a sus amantes leyendo en el peluche de un antiguo café, o pasea por el asfalto al caer la tarde, antes de convertirse en un enigma que debe ser descifrado. La ecología consiste en no añadir más terror por nuestra parte al terror que surge del abismo; en saber que sólo se posee aquello que uno puede salvar en un naufragio, en estar convencidos de que en tiempos de la Biblia todos los pollinos eran Cadillac. Más allá de la duda buscad a Ofelia en el fondo de los basureros o en las hélices florecidas de los barcos donde ella late.
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