El artista fantasma como revelador
Inventarse un artista puede o no entrar dentro del terreno de lo delictivo. Max Aub biografió a un espléndido pintor -Josep Torres Campalans- que nunca existió. Sus cuadros eran hermosos, con grandes soles de fuego. Hubo quien se convirtió en admirador del artista fantasma. Elmyr de Hory, que Orson Welles y François Reichenbach retrataron para el cine, se dedicaba a otra cosa, a pintar obras a la manera de Modigliani o Picasso. Salvador Dalí ponía su firma en hojas en blanco. Luego, en un caso de abuso de confianza o de complicidad, otros podían convertir lo que era una hoja destinada a obra de reproducción en un dibujo original falso o en un falso autentificado.La autoría misteriosa no es un problema exclusivo de los pintores. Casos como el de Pessoa, desdoblándose en diversas personalidades, son célebres, pero no plantean problemas al estudioso conformista. Romain Gary ganó el Goncourt disfrazado de otro, de Emile Ajar, y ese otro existió y escribió durante varios años para recibir el aplauso y el reconocimiento que la crítica negaba a Gary, condenado, por su condición de diplomático, a ser considerado como un cosmopolita superficial. Ajar le vengó del tópico.
Las cuestiones jurídicas son complejas, pero lo cierto es que cada vez que aparece un artista inventado, lo que entra en crisis es el valor mismo de los especialistas, y sobre todo la validez de sus opiniones y criterios. La idea misma de la originalidad y la anticipación como valores supremos queda cuestionada. El mismo cuadro, si ha sido pintado en 1980, no merece idéntica consideración artística que si lo fue en 1920. Sin embargo, el objeto es el mismo. Ser cubista cuando toca es genial, serlo con retraso resulta imperdonable. La operación de Brigitte Menais, sea cual sea el resultado, sólo viene a recordarnos esto: la fragilidad de las opiniones y de los criterios que sostienen los valores del arte. En el mercado y en las enciclopedias.
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