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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nunca más

EL INFORME presentado el lunes pasado por la comisión chilena de Verdad y Reconciliación, en el que se describen los crímenes de lesa humanidad cometidos durante casi 17 años de dictadura, suscita varias preguntas morales y de orden político. Todas tienen que ver con la conveniencia de nombrar, o no, a los responsables de la represión y con la consiguiente necesidad de perseguirlos, o no, judicialmente para que paguen por sus crímenes. ¿Es justo que no se les castigue? ¿Conviene pasar la página y apaciguar así las tentaciones golpistas de los militares chilenos?.En el estudio se describen minuciosamente la represión que siguió al golpe de Estado contra la República en septiembre de 1973 y la persecución de disidencias que fue característica de la dictadura del general Pinochet. Se pormenorizan los métodos de tortura y muerte y se hace catálogo de asesinados y desaparecidos. Una y otra vez se alude a la complicidad -responsabilidad y tolerancia se la denomina- del Estado en los desmanes. Y, sin embargo, en ningún momento se nombra a los esbirros y criminales.

En una alocución televisada, el presidente Aylwin expresó el deseo de que sus conciudadanos saquen "lecciones de la experiencia para que nunca más en Chile vuelva a pasar algo semejante". Una frase en la que se contiene la misma voluntad apasionada que empleó Ernesto Sábato al presentar, hace ya años, el testimonio similar para Argentina: "Nunca más". En la renacida democracia argentina, sin embargo, fueron citados los culpables y llevados a los tribunales. Tras un enorme desgarro nacional, acabaron siendo condenados por sus horrendos crímenes... Y, al final, han sido amnistiados. Leyes de punto final y de obediencia debida, e irresponsabilidades de varia naturaleza, encubrieron una debilidad fundamental en el Gobierno de Buenos Aires: la incapacidad de domeñar al Ejército, con el consiguiente riesgo permanente de golpe de Estado a poco que sus considerables apetencias y soberbia sean contradichas por un poder civil al que siempre se considera subordinado.

Se diría que el presidente Aylwin, aprendida la lección, ha pretendido no sólo pasar una página de la historia artes de que provoque demasiada angustia o mantenga abiertos los rencores, sino cifrar la esperanza de reconciliación nacional en el horror de los crímenes más que en la sordidez de los criminales. Correr un tupido velo antes de que pueda rasgarlo un estamento militar permanentemente receloso de la libertad. En efecto, Aylwin no ha podido olvidar que el tránsito de: la dictadura a la democracia en Chile fue fruto de complejas negociaciones, de delicados consensos que, entre otras cosas, permitieron al antiguo dictador seguir al frente del Ejército. En estas condiciones, publicar un informe sobre violaciones de derechos humanos del que se deduce claramente la responsabilidad última de Pinochet -por muy disminuida que se encuentre su fuerza real- tiene en sí mismo un valor testimonial de primera magnitud.

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¿Debe aceptarse entonces que queden impunes los crímenes cometidos por el Ejército y por los servicios secretos chilenos durante la dictadura? Se trata de 2.115 personas pasadas por las armas o desaparecidas, de torturas y coacciones. Puede que la idea del olvido para hacer posible el porvenir repugne a la gente de bien, y, sin embargo, ¿cómo no pensar que el pragmatismo de los chilenos en esta ocasión es prudente? Salvadas todas las distancias, copia otro modelo bien sensato, el de España en la transición. Como de costumbre, una cosa es olvidar y otra es perdonar lo imperdonable. Con el informe sobre los asesinos anónimos que todos conocen, sus autores quieren que se recuerde que "Chile vivió una tragedia desgarradora" sin que ello impida encarar el futuro.

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