Alimentar la esperanza
Hace un año, varios países europeos asombraban al mundo iniciando en cadena un inesperado y fulgurante proceso de cambios que, con diversas connotaciones, acumulaba las comunes características de un eufórico entusiasmo y un esperanzado optimismo, sostenidos ambos en el débil andamiaje de un porvenir plagado de interrogantes. La complacencia y la solidaridad fueron el eco que aquellos movimientos despertaron en el mundo entero.Con el paso del tiempo, la realidad ha ido mostrando su cara menos agradable, las dificultades y costes sociales que la experiencia comportará, el dramatismo de una herencia en números rojos.
Este panorama no es mejor -dejando aparte el caso especial de la RDA- en aquellos países que arrancaban de una situación objetiva menos negativa y que contaban con unas más sólidas tradiciones de todo orden, viéndose agravado por la aparición de nuevos nubarrones que podrían incidir de forma sensible en la evolución y viabilidad de aquellos proyectos y procesos.
Nunca ha sido más cierto que ahora que en Europa central se ha producido un peligroso vacío. Una zona ya tradicionalmente inestable y cuna de numerosos conflictos históricos, ha roto con las prácticas e instituciones con las que ha vivido durante más de cuatro décadas y no ha conseguido aún crear los nuevos usos de reemplazo. En esas condiciones, además de la solidaridad y el aliento, es urgente implicar a aquellos países en una red de relaciones con organismos e instituciones -en especial, europeas- que les salven de su sentimiento de orfandad y que posibiliten, en estos críticos momentos, la irreversibilidad de los procesos y el mantenimiento de unos mínimos de optimismo. Dejarles reposar en el escepticismo y el desengaño es como condenarles de antemano a la peor de las suertes. Hasta hace poco aún, estos pueblos han trabajado sobre una hipótesis de futuro que reiteradamente se anunciaba como peor aún que su presente. En la actualidad están ya inmersos en ese hoy que afecta directamente a sus vidas y a sus economías.
1. Por una parte, la URSS atraviesa por una grave crisis social, política y económica que pone en entredicho su propia reforma y estabilidad. Una inestabilidad que es tanto más inquietante cuanto que el efecto mimético positivo que tuvo en su momento la perestroika -y que constituyó, sin duda, un factor decisivo, aunque no exclusivo, para los acontecimientos de 1989- podría llegar a revertirse e influir de forma negativa en los países del entorno, desequilibrando procesos, alterando sus ritmos e incluso variando sus objetivos.
Como ha dicho Furet, el imperio soviético se ha desmoronado sin haber encarnado nunca una civilización y dejando al desnudo la inmensidad de la gran mentira oficial.
La gravedad de esta situación se acentúa cuando el propio muro de contención que suponía, interna y externamente, la perestroika en marcha parece sufrir serias resquebrajaduras.
2. En segundo término, la crisis del Golfo ha obligado al mundo más desarrollado, en cuya solidaridad y apoyo confiaron desde el primer momento las nuevas democracias europeas, a desplazar buena parte de su atención y recursos, debilitando, por tanto, el esfuerzo que cabía esperar como primera respuesta a las apremiantes necesidades que de inmediato hicieron su aparición.
El conflicto del Golfo, además, ha colocado en una nueva dimensión el debate sobre la futura seguridad de Europa, la nueva arquitectura europea, etcétera, ampliando los márgenes del papel a jugar por las potencias extraeuropeas y conmocionando la utopía de muchos centroeuropeos de crear, en ese y otros terrenos, una "Europa de los europeos".
Europa, y muy especialmente la nueva Europa democrática, se encuentra desconcertada entre un imperio soviético que vacila y se tambalea, a cuyo destino no quieren vincularse, y una Europa occidental vinculada en todos los terrenos a la otra gran superpotencia, Estados Unidos, asimismo sacudida por una grave crisis económica y una acentuada conflictividad social.
3. En estas condiciones, la Alemania unificada -también más ajena al conflicto del Golfo- se convierte en el casi único punto de referencia positivo al que pueden vincularse unos países con los que, además, aquélla ha tenido desde siempre lazos más estrechos y complejos que el resto de los países europeos. Y digo casi porque la otra cuerda de salvación en la que, sin lugar a dudas, siguen confiando es la propia comunidad europea. Una comunidad que antes del conflicto armado ofrecía una imagen que acentuaba los perfiles propiamente europeos, pero a la que los hechos han ido dando una dimensión más intercontinental y, dentro de Europa, más germánica, lo que también conlleva connotaciones negativas.
Pero una comunidad, en cualquier caso, que tiene su carta que jugar en el nuevo mundo multipolar al que deberíamos todos aspirar.
4. Un cuarto elemento a considerar es el renacer de los nacionalismos, que se traduce en una inestabilidad inquietante a niveles políticos internos y en un obstáculo adicional a nivel internacional. Y, más concretamente, intereuropeo. Dejando aparte el renacer de la xenofobia, los racismos o el antisemitismo, los nacionalismos resurgen, como era previsible, tras un largo periodo de obligado congelamiento. La revolución soviética interrumpió en la URSS la erupción nacionalista, igual que hicieron la II Guerra Mundial y la posguerra en los países vecinos de Centroeuropa. Pero fue sólo una pausa obligada, la asignatura seguía sin ser aprobada. Porque los nacionalismos tienen una componente estructural, de carácter histórico, y otra coyuntural, de carácter revanchista. Frente al estricto y rígido centralismo de los totalitarismos, se produce la reacción de ignorar y rechazar al centro, incluso enfrentarse a él.
El enfrentamiento de la Europa de las regiones a la Europa de los Estados supondría un obstáculo insalvable para la construcción de una Europa sólidamente unida.
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