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HitIer y su espectro

Cuando el 30 de abril de 1945 Adolf Hitler desapareció para siempre en su bunker, la mayor parte de los que sobrevivieron creyeron en el carácter único de una figura que no parecía permitir comparación alguna con otros déspotas de la historia. Se ha demostrado que esa convicción, en la que la esperanza se emparejaba con el espanto, era una ilusión. Hitler no fue único. Mientras millones de personas anhelen apasionadamente su vuelta, es cuestión de tiempo que ese deseo se vuelva realidad.La posguerra se aferró, por buenas razones, a la singularidad de los crímenes alemanes y convirtió en tabú toda comparación con otros ejemplos de terror estatal, Con excesiva frecuencia, esos paralelismos han servido únicamente para eximir de culpa a los autores. En esa medida, la prohibición de pensar tenía sentido, aun a pesar de que, en última instancia, no podía ser fundamentada más que moral, pero no intelectualmente, pues, naturalmente, todo intento de entender los procesos históricos necesita de la experiencia -y eso significa: de la comparación- Y allí donde se presentan parecidos sustanciales, el intento no sólo está permitido, sino que es incluso obligado. Quisiera intentar demostrar que decir de Sadam Husein que es un sucesor de Hitler no es mera metáfora periodística ni es una mera exageración propagandística, sino que es la esencia del asunto.

No se presenta correctamente al führer de Irak, se infravalora su peligrosidad si se le ve sólo como un déspota tradicional o un dictador moderno. A diferencia de figuras como Franco, Batista, Marcos, Pinochet y otro medio centenar de tipos semejantes que se mantienen todavía hoy en el poder en todo el mundo, Sadam Husein no sólo se ha puesto como objetivo oprimir a un pueblo, dominarlo, explotarlo y estirar todo lo que sea posible la satisfacción que ello le produce. Autócratas de ese tipo son parte del repertorio de la historia; puede uno sentirse tentado a decir incluso que son parte de la normalidad del mundo político, tal y como lo conocemos. Esos monstruos no suponen enigma alguno. Se dejan guiar por su instinto de supervivencia. En esa medida, su proceder obedece a un cálculo de intereses, y eso los vuelve, a su vez, previsibles.

Hitler no estaba atado a ese tipo de consideraciones. Precisamente en eso, Sadam Husein es su sucesor genuino. No lucha contra uno u otro rival interior o exterior; su enemigo es el mundo. La determinación a la agresión es el impulso primario; objetos, motivos, razones los busca allí donde los haya. A quienes toque ser los primeros en ser aniquilados, si irakíes o kurdos, saudíes o palestinos, kuwaitíes o israelíes, dependerá de las ocasiones que se ofrezcan. Tampoco el propio pueblo tiene reservado en eso puesto especial alguno; su aniquilación es solamente el último acto de la misión a la que Sadam se siente llamado. El deseo de matar es su motivo, su forma de dominio es la hecatombe. Todas sus acciones están al servicio de ese fin. El resto es planificación y organización. El mismo sólo aspira al privilegio de morir el último.

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El paralelo con Hitler es evidente. Tampoco en el caso del führer alemán se trataba de derrotar a uno u otro rival interior o exterior. No sólo era el enemigo mortal de judíos, checos, polacos, ingleses, franceses, holandeses, belgas o escandinavos, de los pueblos balcánicos, de los rusos y de los americanos, sino, en última instancia, también de los alemanes. Denominémosle, por tanto, y sin ningún propósito demonizador, sino de forma más bien descriptiva, un enemigo del género humano. Las imágenes obscenas en las que Sadam se muestra acariciando a niños a los que ha convertido antes en rehenes suyos se asemejan hasta en el último detalle del lenguaje corporal a las presentadas, 50 años antes, en Obersalzberg.

Considerado en sí mismo, como sujeto aislado, el enemigo del género humano, es una figura trivial, casi está uno tentado a decir poco llamativa. Nunca llegaremos a saber cuántos hay como él entre nosotros, en la próxima travesía o en el pueblo más perdido, como artistas fracasados o como confusos homicidas. Un Hitler o un Sadam solo pueden aparecer en la historia a través del anhelo de todo un pueblo por su venida. Su poder no sale de las armas, sino del amor ilimitado y la disposición abnegada de sus seguidores.

Toda comparación entre Hitler y Sadam arrastra consigo necesariamente una segunda comparación entre las masas que se pusieron a disposición de uno y de otro como desolladoras y como desolladas. "Los alemanes fueron los iraquíes desde 1938 hasta l945". Que esta retroconclusión no está extraída de ningún Bild Zeitung, a pesar de que no sólo tiene a la lógica de su lado, sino que podría iluminar como un relámpago la dinámica interna de la guerra del Golfo, es totalmente comprensible. Nada podría resultarles más ajeno a los alemanes de hoy que el reconocerse en las masas árabes. Una consideración así le quitaría la base de apoyo a cualquier interpretación racista del conflicto. Además destaparía continuidades ocultas, restos residuales existentes del fascismo que nadie quiere que se le recuerden. La industria alemana no ha tenido que arrepentirse nunca de los abnegados servicios que le prestó a Adolf Hitler ; que haya corrido a ayudar con igual celo a su sucesor es, por tanto, consecuente. Y si una parte considerable de la juventud alemana se identifica más con los palestinos que con los israelíes, al dirigir sus protestas preferiblemente contra George Bush que contra Sadam, eso difícilmente podrá explicarse con meras ignorancias.

Desde la base de su experiencia, ningún pueblo debería estar tan cualificado para entender lo que sucede hoy en el mundo árabe como el alemán. Cada entrevista que se hace entre Rabat y Bagdad debería retumbarle en los oídos como un eco de su propia voz. -Queremos seguir adelante hasta que todo se haga añicos". El arrasar ciudades, el odio fanático,. "el combate más gigantesco de todos los tiempos"; lucha final, victoria final: ¿quién no se acuerda del júbilo frenético con el que fueron recibidas esas consignas y con el que miles y miles respondieron la pregunta famosa: "¿Queréis la guerra total?".

Lo que entusiasmó a los alemanes no fue sólo la licencia para matar, sino más todavía la perspectiva de que los mataran a ellos mismos. De forma igualmente extasiada, millones de árabes expresan hoy su deseo de dar la vida por Sadam.

"Nuestro pueblo quiere oler el gas de Sadam y morir", ha dicho Asad el Tamini, un predicador muslim palestino en Jordania. El líder hará todo cuanto esté en su poder para cumplir ese deseo de sus seguidores. "El pueblo alemán no es digno de sobrevivir", dijo Hitler al final de su tránsito. Lo mismo piensa Sadam del suyo.

No se debió a los alemanes el que Hitler no pudiera llevar hasta el final su programa. La energía de] guía y de los guiados bastó para consumar crímenes inimaginables y para convertir a Europa en un campo de escombros. Pero, a pesar de toda su resolución a enviar al frente hasta al último pituso imberbe, no sólo vencieron los aliados, sino que los alemanes también han sobrevivido.

El mundo posterior se ha ocupado durante decenios en aclarar el comportamiento de los alemanes. Una generación completa de profesores se ha ocupado de reducir a Hitler y sus consecuencias a un camino histórico muy particular, a su carácter curioso, a su cultura supuestamente configurada de otra forma. Recuérdense los desvalidos intentos de los historiadores por apresar lo inexplicable en los actos de los reyes y de los cancilleres o en el pensamiento de Nietzsche, Wagner y Lutero.

Hoy vemos especialistas en Oriente Próximo y orientalistas con argumentos parecidos. En Oriente Próximo nos encontramos ante algo verdaderamente distinto, ante una cultura completamente incomparable, una mentalidad a descifrar y con presupuestos religiosos de los que el ignorante mundo exterior no es capaz de hacerse idea.

Esas son hipótesis tranquilizadoras, pues despiertan la impresión de que el problema se podría localizar sin más. Si la embriaguez de muerte de Hitler y de sus seguidores se pudiera reducir a alguna particularidad de los alemanes, hubiera bastado con instalar un cordón sanitaíre alrededor de su territorio y someterlos a un control permanente, y el resto de] mundo habría podido seguir viviendo tranquilamente hasta el Fin de los tiempos. Igualmente bastaría con proceder de la misma forma con Sadam y los suyos en caso de que la decisión del genocidio fuera una especialidad cultural o religiosa de los iraquíes. Va siendo ya hora de despedirse de una vez por todas de tales ilusiones. El nuevo enemigo de la humanidad, no se comporta de forma distinta a su predecesor. Prescindiendo de los condicionamientos totalmente distintos, los sentimientos de sus admiradores son idénticos a los de nuestros padres y abuelos y persiguen la misma meta. Esa supervivencia demuestra que no nos enfrentamos a un hecho alemán o árabe, sino a un hecho antropológico.

Con eso no se quiere decir que el enemigo de la humanidad pudiera surgir de repente de la oscuridad, sin presupuestos, bajo cualquier circunstancia. La condición para que encuentre seguidores que ansíen la hecatombe es el sentimiento de una humillación colectiva ya ,muy antigua, que corroe hasta la raíz el sentido del propio valor de millones de personas. También en este aspecto los alemanes podrían reconocerse, si tuvieran una memoria mejor, en los árabes.

Norbert Elias ha expuesto en sus Studien über die deutschen cómo y por qué razones se sentió este pueblo, lo más tarde desde la guerra de los Treinta Años, como un perdedor perpetuo. El sentimiento de postración se volvió virulento tras el Tratado de Versalles, y se hizo obsesión absoluta que lo dominaba todo en la crisis económica mundial de 1929. El paralelo con los pueblos de Oriente Próximo es evidente. Si un colectivo no ve posibilidad alguna de eliminar con el propio esfuerzo su humillación real e imaginaria, emplea toda su energía psíquica en crear reservas inmensas de odio y envidia, resentimiento y deseos de venganza. Se siente como una pelota y como víctima de la situación, y niega toda responsabilidad propia en el estado en el que se encuentra. La búsqueda del culpable ya puede comenzar.

Entonces es cuando llega la hora del führer. El enemigo de la humanidad puede cargarse con todas las energías mortíferas acumuladas por las masas. Ahí pondrá de manifiesto una capacidad que limite con lo genial: el olfato infalible para el sentir inconsciente de sus seguidores. Por eso no opera con argumentos, sino con emociones, que se escapan a toda lógica.

De esa forma fracasan todos los intentos por interpretarlo ideológicamente o incluso de refutarlo. Su proyecto no se mueve por ideas, sino por obsesiones. Las imaginaciones que él explota son tanto más poderosas cuando más cerca están del delirio. La paranoia de que los procesos reales sólo son explicables por traición y conjuras no es una enfermedad individual del führer, sino la condición de su actuación y del eco que encuentra. El odio a los judíos es para eso el vehículo ideal, un sentimiento del que consumió tanto Hitler y sus seguidores como su actual espectro.

Por lo demás, el enemigo de la humanidad tiene que mantener alejado de sus seguidores todo aquello que recuerde a un pensamiento. Crea un vacuum intelectual que se puede rellenar con distintas y arbitrarias piezas de museo de la tradición correspondiente. Hitler explotó sentimientos anticapitalistas y nacionalistas y fanfarroneó con la germanidad, la sangre y el suelo, mientras Sadam prefiere motivos anticolonialistas, panarábicos e islámicos. Estos objetos de engaño ideológico pueden cambiarse a discreción. Para el führer, los contenidos son indiferentes, lo que le permite cambiar en todo momento sus enemigos. Hitler pudo declarar al bolchevismo enemigo mortal, aliado y, posteriormente, otra vez enemigo mortal sin que eso le dañase ante los Ojos de sus seguidores. Para Sadam, los ocho años de guerra ofensiva contra Irán, que costó presumiblemente un millón de vidas humanas, fue una bagatela sin consecuencias; nada le vendría mejor que una alianza fraternal con Teherán.

Es un error fatal el atribuir a Hitler o Sadam convicciones. La tradición sólo tiene valor para ellos como polvorín. La prestidigitación de uno como la alfombra de rezo del otro ha llevado a muchos coetáneas al error de ver en sus propósitos algo atávico, una recaída en una supuesta Edad Media o en la barbarie de algún tiempo remoto. Esa es una peligrosa desfiguración. El enemigo del género humano es un fenómeno del siglo XX, tan avanzado como los media, los gases y los misiles que utiliza para conseguir sus metas.

Los pacifistas tienen razón al decir que, a la vista de Sadam Huseín, la política ha fracasado. Ocurrió también en el caso de Hitler. En aquel momento, igual que ahora, el mundo tardó mucho en comprender a qué se enfrentaba. Hitler era considerado en las cancillerías extranjeras como un hombre de Estado que defendía asuntos justificables, con el que había que transigir, con el que había que negociar. A las potencias vencedoras de la I Guerra Mundial les venía muy bien como. un factor de orden, como socio de negocios, como contrapeso contra la amenaza soviética; en otras palabras, se enfrentaban a él con los medios normales de la política y creían que se trataba de conflictos de intereses que había que regular.

Una conducta así presupone implícitamente que todos los implicados están interesados en sobrevivir. En eso el mundo se equivocó totalmente con Hitler. Sólo él sabía lo que quería: un final con horror. Lo que al mundo exterior le parecía una pérdida del sentido de la realidad no era más que la resolución de lograr esa meta con todos los medios. Por eso mismo, Hitler sólo podía interpretar la disposición a negociar como una debilidad; la Idea de la reciprocidad le era absolutamente incomprensible. Los compromisos los cumplía con repugnancia; las soluciones contractuales, con desprecio, y, frente a las concesiones, reaccionaba, puesto que le estorbaban para la consecución de su meta final, furioso.

Ningún político imaginable, lo mismo da lo Inteligente, lo amplio de miras que fuera, puede enfrentarse a un enemigo así. Al final consigue siempre lo que quiere: la guerra. El que consiga convertir al mundo entero, sin excluir de él a sus seguidores, en sus rehenes, en eso está su triunfo. Incluso en la propia muerte siente la satisfacción de que ha llevado a millones a morir antes que él.

El apartamiento de Hitler costó innumerables vidas humanas. El precio del alejamiento de Sadam de la superficie terrestre será astronómico, aunque el cumplimiento de su sueño de desatar una guerra atómica quizá le falle por poco.

Sus sucesores apenas tendrán que sufrir bajo esa limitación de su libertad de acción. Es previsible que en el futuro otros pueblos aclamen a su verdugo y al nuestro. Eternos perdedores los hay en todas las direcciones. Entre ellos crece cada año el sentimiento de humillación y la tendencia al suicidio colectivo. En el subcontinente indio y en la Unión Soviética está ya dispuesto el arsenal nuclear. Donde fracasaron Hitler y Sadam, en la victoria Final, es decir, en la aniquilación Final, puede tener éxito su próximo espectro y sucesor.

Hans Magnus Enzersberger es poeta y ensayista alemán. Traducción: Luis Meana.

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