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Un director en constante evolución

La aparición de Mia Farrow en la filmografía de Woody Allen se produce en un momento de crisis personal y creativa que el propio cineasta reflejaba en Recuerdos (1980), a través del personaje -interpretado por él mismo- de un director de comedias que se encuentra atrapado en un callejón sin salida porque la crítica y sus fans no le permiten salir del encasillamiento en que ha desembocado su obra cinematográfica. Por aquel entonces, Allen todavía no se había recuperado del estrepitoso fracaso de Interiores (1978), su primera, arriesgada y pedante incursión en los terrenos del drama intimista, realizada entre los dos grandes éxitos -Annie Hall (1977) y Manhattan (1979)- de su etapa con Diane Keaton. Las imágenes barrocas, pretenciosas y vacías de Recuerdos eran la culminación del egocentrismo en el cine de Allen.Después de tanta aparatosidad, Comedia sexual de una noche de verano (1982) -su primera colaboración con Mia Farrow- supuso un agradable cambio de tercio, aunque los intentos de combinar, a los acordes de Mendelssohn, El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, y el Bergman de Sonrisas de una noche de verano, acaban por reducir la película a un ejercicio de estilo, de agradable visión, pero con escasa capacidad de emocionamos. Allen todavía no había roto del todo con su línea anterior, y esto puede detectarse incluso en el personaje de la librepensadora y contradictoria Ariel, interpretado por Farrow pero claramente escrito por el autor teniendo todavía en mente a Keaton.

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A partir de 1983 comienza la que, para muchos, es la etapa más rica, sugerente y compleja del cineasta. La sucesión de obras maestras como Zelig (1983), La rosa púrpura de El Cairo (1985) y Hannah y sus hermanas (1985), junto a comedias nostálgicas espléndidamente construidas como Broadway Danny Rose (1984) o Días de radio (1986), revelan a un director empeñado en no repetirse a sí mismo, que ha logrado conquistar su derecho a explorar nuevos territorios, y tiende cada vez más hacia un cine coral que le permita eclipsar, poco a poco, su propio personaje y limitar el protagonismo de éste a divertimentos ocasionales. La etapa más reciente de Allen ofrece nuevas incursiones dramáticas e intimistas tan interesantes como September (1987) y Otra mujer (1988), que, aun cuando quizá no alcancen la redondez de sus comedias, dejan entrever la madurez de un director que ya no necesita imitar a los grandes maestros, sino que los ha asumido con coherencia, y concluye, de momento, con otra obra maestra, Delitos y faltas (1989), a medio camino entre la comedia y el drama, donde Allen recupera la voluntad de reflexionar sobre el propio medio cinematográfico que ya apuntaban las mejores obras de su etapa anterior.

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