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Los intelectuales y la izquierda

Viniendo de la oposición al franquismo; acostumbrado a desconfiar del poder absoluto, pero fascinado a la vez por él; sorprendido por un éxito electoral que sabe producto de la democracia sociológica más que de los méritos seculares de su partido, el cargo electo gira en su poltrona abandonando los papeles, el teléfono, el fax, el café, la agenda laboral y sentimental. Por entre las rendijas de la persiana echa una mirada casi soñadora al tibio sol de la calle y se pregunta: ¿hasta cuándo va a durar esto?Puede estar tranquilo y seguir montando su vida sobre el supuesto de ocupar ese despacho u otro parecido. Decir que la democracia es irreversible en España puede parecer una afirmación inquietante, como cuando se dice de algo que es indudable -significa que hay miles de razones para dudar de ello- o cuando se dice de alguien que tiene una actitud equívoca -lo que quiere decir que nadie se equivoca ni engaña al respecto- La democracia, conviene explicitario, es irreversible entre nosotros, porque nace no sólo de un cúmulo de circunstancias favorables -la construcción de la Europa unida es la más decisoria ahora-, sino, sobre todo, porque representa el fatigoso punto de llega da de un doloroso y lamentable proceso de modernidad que sólo en estas décadas ha llegado a encarnarse socialmente por la acción conjunta de tres factores simultáneos: entrada plena en la órbita económico-comercial de Occidente, fortalecimiento de la cultura laica, lucha generacional a favor del mantenimiento de la tolerancia concreta en la realidad concreta. Pero, siendo ya nuestro destino uno con la nación europea, sí que convendría preguntarse, de puertas adentro, por la fecundidad de la política de izquierdas que mayoritariamente nos gobierna ¿Durará? A veces se dice que lo hará tanto al menos como la socialdemocracia en Suecia, lo que una generación completa tarda en formarse y empezar a competir. Sin embargo, la inercia de un Gobierno construido sobre la recuperada hegemonía de los más preparados no puede durar siempre. En el sentir popular, la izquierda moderada gobierna con títulos legítimos, porque ya lo hizo la derecha durante muchas décadas, y éste es, por tanto, su turno. Entretanto, la clase política Y los ciudadadanos hemos ido percibiendo el hecho fundamental de que en democracia no sólo gobierna el Gobierno, sino también la oposición: en los Parlamentos, en la Administración local, en las instituciones profesionales, y educativas, cuyos órganos directivos se alimentan, cada uno según sus tradiciones, de esa opinión, siempre funcionalmente escindida en izquierda y derecha.

De repente se ha visto claro que el poder político ya no es absoluto ni con mayoría absoluta, sino que por encima de las protestas retóricas de quienes se quejan de la prepotencia del poder (del Gobierno) de alza la negra sospecha, la pesarosa certeza, de que el poder político se ha visto desplazado del centro de lo decisivo. Que la sombra del poder económico internacional establece los férreos límites de lo que cabe emprender dentro de casa, por un lado, y que el poder económico de los bancos, de la industria, de las familias influyentes (que no salen, por cierto, en las revistas de fiestas y amores), se resiste, como siempre ha hecho, a plegarse al programa de la izquierda. ¿No era eso lo que el viejo marxismo, que los ministros actuales se sabían tan bien cuando postulaban en la Universidad y en la conspiración antidictadura, llamaba al poder de la burguesía? No parece que la quiebra del socialismo real haya cambiado las cosas en ese aspecto. Recuerdo ahora lo que le oí decir hace años al Filósofo y esteta francés M. Dufrenne: que el único socialismo real es el socialismo utópico.

Ahora bien, supongamos que la izquierda sigue existiendo pertrechada de la precisa dosis de imaginación política como para dar continuidad al impulso utópico sin creer en ninguna utopía. Entonces ha de saber defender la democracia más y mejor que cualquiera por encima de maquiavelismos cutres y coyunturas personales. Pretender que la democracia formal y parlamentaria debe ser superada por el hecho de que la democracia popular (del comunismo) se haya ido al garete es mantener un extraño arbitraje de simetrías. Hay que mostrarse de acuerdo en aquello del filósofo J. Derrida de que conviene repensar lo que contiene el comunismo ahora que los regímenes arcaicos que lo invocaban parece que se transmutan. A diferencia de los tránsfugas casuales de uno y otro signo, la filosofía posee también esa tendencia piadosa a recoger lo perdido. Pero la probable revisión de las ideas marxistas no debe recaer ya en los viejos tic que le echan la culpa de todo al demonio sistema. ¿Habrá que insistir en que no hay, tal demonio, a menos que demonicemos el único sistema y el único barco en que navegamos todos? Yo no jugaría a esperar la superación de nada, sino, si acaso, a procurar la mejoría de todo. Prefiero pensar que la culpa de las miserias e injusticias la tiene cierta gente antes que quedarme tan ancho constatando su trágica existencia. No veo la utilidad de quejarse de lo bueno que tenemos por el hecho de que no todos tengan aún la suerte de compartirlo. Deploro la miseria como el que más, pero no creo que la culpa la tenga, si es que hay culpables, el sistema de producción industrial de bienes dentro de una, sociedad cuya división de poderes se expresa en la democracia parlamentaria. Aparte del respeto cultural a toda peculiaridad estética, no veo, sinceramente, la necesidad de tragar por el teocratismo, el aventurerismo, el machismo, el gorilismo y el feudalismo sólo porque florezcan al sur del ecuador de nuestra tierra.

He ahí una tarea intelectual de la izquierda: pensar lo que en verdad mejora nuestra vida y procurar conseguirlo. Si no estamos convencidos de que eso es lo bueno para todo el mundo -según capacidades y necesidades-, entonces más vale olvidarse de Marx y de los otros fantasmas que habitan la casa común. Apaga y vámonos.

El cargo electo cerró la persiana con cierto estrépito, que alarmó a su secretario. No es nada, sigamos con la agenda habitual. Se acordaba del día no muy lejano en que orgulloso proclamaba en su camino hacia la cumbre su estirpe de intelectual marxista. Ahora que por fin podía tranquilamente no serlo (¡con qué desconfianza miraba entonces a los intelectuales que se atrevían a citarle nombres tan sospechosos como Russell o Weber!) resulta que se anuncian a rebato nuevas e inéditas versiones del rojerío. ¿Tendría que repasar in memóriam los libros de Althussere? Y sobre todo, ¿será un buen método para revalidar despacho en las próximas elecciones?

Lluís Álvarez es profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Oviedo.

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