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Tribuna
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Un momento histórico

Vivimos un momento histórico. En apenas un año, muchos acontecimientos han hecho renacer nuestras esperanzas para el futuro: han caído, literal y figuradamente, todos los muros; han sido humilladas todas las doctrinas mesiánicas (de repente son meramente humanas); se han consolidado movimientos humanitarios como Amnistía Internacional, Greenpeace y Oxfam; se ha equilibrado y limitado el Estado soberano; han progresado espectacularmente las ciencias. Pero resulta que en este preciso instante -aun cuando no debería habernos pillado por sorpresa- el efecto de las fuerzas del mal nos retrotrae bruscamente a las antiguas y espantosas formas de vida. Y es que la crisis del Golfo podría volver a sumirnos en la Edad Media. Por culpa de ella nos aprestamos a luchar con armamento del siglo XXI contra un expolio territorial totalmente anacrónico.El acontecimiento del Golfo ha logrado unir virtualmente al mundo entero, a las Naciones Unidas, bajo el liderazgo de la única gran potencia que queda, Estados Unidos. Para Estados Unidos se trata de una situación de privilegio, aunque peligrosa e infinitamente exigente; para el resto de las naciones es un empeño trascendental. Y aunque la consigna sea la inviolabilidad de las fronteras, ¿no es la crisis del Golfo producto de la doctrina misma que condena oficialmente toda intervención militar en los asuntos internos de las naciones por más que éstas se preparan públicamente para agredir al más débil?

Es verdad que si nos hubiéramos reunido en el Golfo para proteger a los kurdos del gas tóxico al tiempo que lo hacíamos para liberar a Kuwait habríamos estado más cerca del objetivo de justicia. Pero ello no invalida el argumento de que no es ya tolerable que una nación invada a otra presumiblemente más débil o que siga siendo prerrogativa de cualquier país decidir por sí y ante sí de la invasión de otro territorio.

Este principio no será aceptado universalmente hasta que una fuerza mundial efectiva, basada en un código jurídico firme y aplicado por gente de moralidad probada, no garantice plenamente la seguridad de todo pueblo. Y un país democrático, para vivir en la comunidad internacional, sólo podrá ser acreedor a esta garantía mundial si antes renuncia a sus medios de destrucción masiva bajo supervisión internacional.

¿No es éste el momento ideal para el establecimiento de una estructura de paz? Ahora, cuando casi todo el mundo piensa de igual modo, cuando estamos física y mentalmente dispuestos a rechazar una situación tan destructiva como la del Golfo, ha llegado el momento de formalizar, de institucionalizar enfrentamientos como éste (el mundo contra Irak, el bien contra el mal) mediante la promulgación de nuevos reglamentos en la ONU. Debería permitirse a los miembros más poderosos y responsables de su Consejo de Seguridad (rezo porque sean cada vez más numerosos, puesto que ya no nos es posible evitar alegremente la unidad de poder, de riqueza y de responsabilidad) establecer una fuerza militar efectiva y permanente. Si en un caso de agresión o de amenaza de agresión los esfuerzos regionales y las sanciones internacionales resultaran estériles, la fuerza mundial debería estar siempre preparada para intervenir en el interior de un país y cortar así de raíz cualquier propósito genocida. No es ya lícito que nos escudemos en la sorpresa que nos produce un acontecimiento que ha sido fruto de años de planificación y del que, de todos modos, hemos sido por lo general cómplices conscientes o inconscientes.

La consecuencia de ello es que, como la agresión premeditada siempre viene precedida de actos evidentemente contrarios a la dignidad y respeto humanos, debería ser neutralizada lo más pronto posible. Y así, los derechos humanos desempeñarían el papel central en el nuevo escenario mundial y el respeto por la dignidad del individuo se convertiría en el instigador princpal de las acciones nacionales, en lugar de serlo las violaciones de fronteras, que no son causa sino consecuencia del delito.

No hay, sin embargo, lugar para autocomplacencias: es hora de que, en tanto que miembros de sociedades ricas, poderosas y libres, reconozcamos claramente nuestra responsabilidad en el origen de situaciones tan amenazadoras como la que hoy nos ocupa. De ellas tienen la culpa los traficantes de armas, los créditos de dudosa utilidad, la miopía en el análisis de tradiciones y rencores, la incomprensión y la incultura tan generalizados en nuestras sociedades. Nunca mejor momento para corregir todos estos fallos que la crisis del Golfo. Y es que si no debemos permitir a los violentos que pisoteen los derechos de los más débiles, tampoco puede nuestro egoísmo colectivo seguir siendo excusa para que lo defiendan cómodamente los mercaderes de la muerte. Porque nuestra estrategia, si es que tenemos alguna para el siglo XXI, tiene que ofrecernos alternativa a la fructificación de estas semillas de miedo, avaricia y agresión.

Debemos ahora establecer qué límites ponemos a nuestra voluntad de paz. ¿Los de una guerra requerida por un orden impuesto por la potencia del momento -la Roma antigua, Londres, Moscú o Washington-? ¿Los de una alianza precaria? ¿O los de un consenso permanente basado en una autoridad legal también permanente? Evidentemente, nos inclinamos por esta última alternativa. Mejor será que nos demos prisa en establecerla: es cada vez más intolerable que sigamos de espectadores de cualquier tragedia lejana.

Este momento nos brinda, además, una oportunidad ideal de librarnos de la maldición de la dependencia del petróleo. Peor que la fiebre del oro, corrompe vida y medio ambiente de un modo que resulta suicida. Ha llegado el momento de impulsar seriamente el desarrollo de las alternativas energéticas, aunque me pregunto si no se ha hecho hasta ahora en profundidad porque no hay hombre en el mundo capaz de adueñarse del sol, del viento, de las mareas o del calor de las entrañas de la tierra y porque sin la ambición de poseer no parece haber voluntad de desarrollo.

Nuestro desafío, el de la humanidad entera, es comprender los fenómenos que nos lastran y llegar a equilibrar las fuerzas del enfrentamiento y las de la colaboración. Debemos comprender cuáles son los denominadores comunes de nuestra civilización y el verdadero concepto de la dignidad del individuo. Sólo cuando admitamos que compartimos sueños, valor y capacidad de sacrificio con nuestros enemigos seremos capaces de limitarlos razonablemente y de alcanzar las metas de perfección, armonía, equilibrio y felicidad a que aspiramos toldos.

Me he preguntado muchas veces si estos objetivos sólo son alcanzables en el mundo del arte y si, por ello, la meta del nuevo orden internacional debe ser permiitir que concibamos la vida como una obra de arte, como el todo armónico que es este proceso interminable y deliberado -el nacimiento hasta muerte- que es condición esencial para la su pervivencia humana.

Yehudi Menuhin es violinista y director de orquesta.

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