Versión fallida
37 horas desesperadasEn 1955, un Wiliam Wyler convertido en clásico vivo del cine americano rodaba un melodrama criminal, Horas desesperadas, basado en una novela de Joseph Hayes que el mismo autor había llevada luego con éxito al teatro. En ella, un delincuente (Humprhey Bogart) retiene a la fuerza en su fuga a un empleado de banco (Frederic March) y a su familia en su propia casa, creando así la ocasión para un denso clima claustrofóbico que envuelve una metáfora mayor: la advertencia de que el Mal se podía introducir en el seno de una familia americana tipo para intentar destruirla, pero si ésta permanecía unida, sería capaz de derrotarlo. Treinta y cinco años más tarde, un más bien desorientado Michael Cimino, nunca del todo repuesto del estacazo sufrido por su película más ambiciosa, La puerta del cielo, y despistado tras el fracaso de El siciliano, vuelve a la carga para proponer un remedo de aquel clásico menor, cuya vigencia se asienta con prudencia en el buen hacer de Wyler, en el juego interpretativo de dos actores irrepetibles y en el dramatismo siempre continuado a que daba pie la trama.
(Desesperate hours)
Director: Michael Cimino. Música: David Mansfield. EE UU, 1990. Intérpretes: Mickey Rourke, Anthony Hopkins, Mimi Rogers, Lindsay Crouse, Kelly Lynch, David Morse, Elias Koteas. Estreno en Madrid: Real Cinema, Proyecciones, Royal, Vaguada y cines Ideal (versión original).
Relaciones incomprensibles
37 horas desesperadas parte de un esquema similar a su inspiradora, pero perversamente manipulado: la familia aquí no está no ya desunida, sino directamente separada -lo cual ayuda a que las relaciones entre sus miembros resulten literalmente incomprensibles-; el delincuente -Mickey Rourke, eso sí, vestido por Giorgio Armani- es un psicópata violento acompañado de dos compinches en la frontera de la subnormalidad; vive una relación apasionada con una mujer de la que nada sabemos al principio, y casi nada al final -y que no existía en la primera versión-, y se enfrenta a una mujer policía que, a la postre, nada logrará hacer para frenarlo: eso estará reservado a su enemigo principal, el padre de familia (Anthony Hopkins).Hasta aquí, nada que objetar: al fin y al cabo, y a pesar de las concesiones a la galería -muertes a cámara lenta, sangre a chorros-, Cimino intenta poner en pie una versión personal de un filme antiguo; tal vez consciente de que el lenguaje clásico es hoy una especie de lengua muerta, ajena a las nuevas generaciones -que suelen hacer lecturas aberrantes porque desconocen las claves sobre las que los viejos filmes están construidos-, intenta contarlo a su manera. El problema es que, a pesar de su invencible presunción, lo cuenta mal, porque cae en los errores en que, por fortuna, no incurrían sus mayores.
En primer lugar, suele considerar la puesta en escena como la coartada ideal para la grandilocuencia. Lo cual le lleva, entre otros disparates, a mover compulsivamente la cámara, como si el ritmo de una película de acción tuviese que ser creado en el rodaje y no, por ejemplo, a través del moritaje. En segundo lugar, un error que ya lastraba su anterior película, Manhattan Sur, porque los protagonistas que mueve para vehicular su historia se comportan en todo momento como meros arquetipos sin psicología, de forma que una secuencia de aparente belleza poética -la muerte del enloquecido secuaz de Rourke que encarna David Morse- se convierte en una mera postal con paisaje bonito: Morse resulta para el espectador casi un desconocido. Y en tercer lugar, y eso es ya un vicio de nuestro tiempo, porque no contento con narrar con convIcción una trama, el guión hace explícito todo lo que en el original era subterráneo, todo lo que enriquecía lo primario y dotaba a la historia de una complejidad que, a la postre, ha ayudado a colocar a Horas desesperadas en el pequeño pedestal en que hoy se encuentra.
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