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EL CONFLICTO DE ORIENTE PRÓXIMO

75 días a merced de Sadam

EMMA ROIG Eran seis en total: el abogado Carlos Uribe, el magistrado Juan Miguel Torres, el arquitecto Mariano Ramírez, el secretario general técnico de Justicia Joaquín Fuentes y las esposas de dos de ellos. Todos habían cumplido ya los 35 años, y algunos incluso al borde de los 40.

El 1 de agosto salieron de Málaga con sus maletas preparadas para una excursión a Sri Lanka. Habían elegido viajar con las líneas aéreas kuwaitíes porque les ofrecía una buena ruta; el único problema era una escala de 15 horas en Kuwait que les habian asegurado que iba a ser muy cómoda. Se alojaron en un hotel cercano al aeropuerto, que no era tan lujoso como prometía el folleto de propaganda, pero durmieron hasta después del mediodía.

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Comienza la invasión

El 2 de agosto, a la hora de comer, descubrieron con extrañeza cómo en el vestíbulo del hotel se estaban repartiendo mantas a todo el pasaje de un avión de British Airways, pero como estaban en un país desconocido no se preguntaron más. Ni siquiera se plantearon que las banderas que portaban los carros de combate que veían en las pistas de aterrizaje del aeropuerto cercano podían ser de un ejército de ocupación. Como profesionales bien informados, habían leído que había cierta tensión entre los países productores de petróleo y creyeron que aquello era una simple prevención por parte del ejército kuwaití. A media tarde se les vino la realidad encima: el país en el que el destino había querido que hicieran escala había sido invadido por 100.000 soldados de Irak y el futuro era incierto.

Cuando pasó el golpe de la sorpresa decidieron que aquél no era un lugar cómodo ni seguro. Además, a medida que pasaban las horas el hotel se iba llenando de soldados y, por si fuera poco, el capitán iraquí había utilizado una ambigua forma de tranquilizarles: "No deben considerarse prisioneros". Ellos, que ni siquiera habían barajado esta posibilidad, decidieron salir por piernas antes de que la frase se volviera afirmativa.

El hotel de bungalows que había al lado de la playa parecía un lugar tranquilo, no había soldados y, sobre todo, se podía pasear, tratar de imaginar que aquello eran unas vacaciones. Algo les inquietaba: en los teléfonos de la embajada española no contestaba nadie, pero estaban seguros de que tanto el piloto del avión británico como los italianos, que compartían su misma situación, harían llegar sus nombres hasta la misión española a través de sus diplomáticos. El 4 de agosto pensaban que la solución era cuestión de horas. Ellos no tenían nada que ver con el conflicto, estaban en tránsito; por tanto, ni siquiera habían entrado formalmente en el país que acababa de ser militarmente ocupado. Sri Lanka les esperaba. Debían estar tranquilos.

El tercer amanecer en el hotel de la playa les trajo un nuevo motivo para la angustia. Del comedor del hotel, habitualmente repleto de extranjeros asediados, habían desaparecido los ingleses, franceses, alemanes y norteamericanos, y tan sólo quedaban ellos y otros siete italianos que se miraban con horror. Los demás habían sido trasladados por militares del Gobierno de Sadam.

Los filipinos que servían las mesas transmitían el nerviosismo de los que han rozado la catástrofe. Los dueños del hotel fueron más expeditivos: se disponían a huir, y en su intento de salvar el pellejo les importaba un bledo lo que fuera a pasar con su negocio. Ellos se marchaban inmediatamente, pero los huéspedes se podían quedar hasta que se acabara la comida. La situación les parecía cada vez más grave.

Por fin, los intentos para localizar a los representantes del Gobierno español en Kuwait daba resultado y les iban a rescatar en breve junto con los italianos. Los coches de la embajada les trasladaron, el 7 de agosto, hasta sus respectivas misiones diplomáticas. Una semana después de su llegada veían por primera vez la ciudad, desierta a excepción de uniformes caqui iraquíes. A partir de ese momento pasaron los días en la embajada discutiendo su futuro. Su única evasión fue la de ser testigos privilegiados de lo que ocurría en la ciudad, cuya entrada estaba vetada a cualquier cámara de televisión. Subidos a la azotea de la embajada, a 50 grados y sin sombra, veían los confines asolados de Kuwait.

Un solo paquete

Dentro de la embajada repetían una y otra vez que los diplomáticos españoles tenían la obligación de sacarles de un conflicto que les era ajeno. Los funcionarios les tachaban de insolidarlos por exigir un tratamiento diferente al resto de la colonia española. A pesar de que sólo habían entrado en Kuwait por unas horas, iban a ser tratados como el centenar de españoles residentes.

La respuesta de los diplomáticos españoles era tajante y les sonó injusta: se iban a seguir las directrices comunitarias y no se

75 días a merced de Sadam

iba a dar prioridad a un grupo sobre otro; por tanto, la negociación debía ser única. El desarrollo de los acontecimientos demostró posteriormente que salieron antes los españoles residentes en la zona del conflicto que los que se habían visto atrapados accidentalmente. El trabajador de Sanitarios Roca en Kuwait Carlos Socias, de 31 años, había desparecido (reaparecería semanas después en una base militar cercana a Bagdad).Tenían el conflicto tan cerca que les resultaba imposible analizar las dimensiones mundiales del mismo. El grupo de españoles retenidos por las circunstancias se había ampliado con otros cuatro nuevos compañeros de batalla. El marino vasco de 69 años Luis Guarrochena repasaba una y otra vez la torpeza del piloto del avión en el que se desplazaba a Madrás para hacerse cargo de una nave. Guarrochena no entendía cómo decidió aterrizar en Kuwait horas después de la ocupación.

Vicente Varela, de 55 años, y el electricista José María Alesina, de 29 años, que habían llegado a Kuwait a finales de julio para montar una máquina de fabricación de bolsas de plástico, se preguntaban cuándo regresarían a Barcelona para ver a su familia. La mujer de Alesina estaba esperando un hijo y a Varela le esperaba en casa una nieta.

Este grupo de personajes tan dispares se reunía bajo una escalera -el mejor sitio de la embajada para captar la emisora de radio BBC- y seguían la situación a través de la CNN, al igual que el presidente Sadam Husein y el presidente Bush.

Los seis profesionales que pretendían llegar a Sri Lanka, el marino vasco y los dos técnicos catalanes estaban en el mismo barco y decidieron buscar ellos mismos una salida a la situación. La opción que estudió Guarrochena cuando se enteró de que existía un grupo de beduinos que sacaban a extranjeros en peligro a través de la frontera con Arabia Saudí no servía ya de nada: la frontera era infranqueable.

La única persona capaz de acompañarles a Bagdad era una funcionaria que tenía un pasaporte de servicio, pero que no se ofrecía a asistirles en una misión tan arriesgada. De nuevo sus ya viejos amigos italianos iban a ayudarles.

Habían alquilado un camión escolar de 50 años de antigüedad para sacarles de unas embajadas cuya inmunidad estaba a punto de caducar por expresa amenaza de Sadam Husein y llevarles hasta la capital del país invasor, Irak. El 23 de agosto, un día antes de que las tropas iraquíes rodearan las embajadas que se resistían a someterse a la expresa orden de cierre, salieron de Kuwait con el grupo italiano.

Iraquíes empujando

Fueron 18 horas de viaje sin más luz que los faros del coche de escolta de diplomáticos italianos. Un grupo de soldados arregló el motor en el primer parón y todos los habitantes de una pequeña aldea iraquí salieron a empujar el vehículo hasta que arrancó por tercera vez. Al llegar a la embajada, a las seis de la madrugada del 24 de agosto, encontraron a unos diplomáticos nuevos con los que discutieron lo que ya era su obsesivo y viejo problema: regresar a España. Mientras tanto, el 26 de agosto, 500 compatriotas hacían el recorrido inverso. Ese día 500 jóvenes salieron desde Cartagena a bordo de buques militares con destino al Golfo.

Además de los llegados de Kuwait, entre los que estaban el diplomático Juan José Buitrago, de 29 años, que había conseguido sacar de Kuwait a su hijo de cuatro días y a su mujer; el regente de una galería de arte y residente en el país invadido desde 1966, José Fernández Roldán, de 59 años; el jefe de cocina del hotel Ramada, José Díaz, de 44 años, encontraron algunos españoles que se negaban a sumirse en el avispero de la incertidumbre.

Agustín Iglesias también vivía en Bagdad, pero seguía en su casa normalmente y se mantenía al margen del agobio colectivo. Al igual que Iglesias, la vida del ingeniero de caminos Luis García Espinosa no varió a causa del conflicto. Durante los últimos 75 días en Bagdad acudió a trabajar a un campamento de las afueras de la ciudad, tal y como venía haciendo los últimos años como contratado del Ministerio de Defensa iraquí para obras civiles. Por las tardes, en sus ratos libres, se sumergía en las reuniones de la embajada, donde sus nes de la embajada, docompañeros veían vídeos, paseaban, jugaban al ajedrez y trataban de buscar una solución que los llevara de vuelta a sus casas. García Espinosa mantenía la calma: desde 1977 estaba acostumbrado a sobrevivir en un país tan imprevisible. Claudio Aldecoa y su socio Llorca, de 37 y 44 años, respectivamente, que habían llegado a Irak el día de la invasión para cobrar una deuda, confiaban en una solución.

Los diplomáticos en Bagdad insistían en que hacían todo lo posible por sacarlos, y para probarlo les mostraron dos notas verbales enviadas al Ministerio de Asuntos Exteriores iraquí. Sin embargo, los rehenes se quejaban de que el interlocutor del máximo representante del Gobierno español no fuera más que el jefe de protocolo de un ministro iraquí. Finalmente, con bastante claridad, se les comunicó que habían decidido tirar la toalla y que a partir de aquel momento deberían ser los propios huéspedes de Sadam quienes, deberían buscar una salida.

Afortunadamente, desde el 1 de septiembre ya no estaban en Bagdad las dos mujeres del grupo de excursionistas a Sri Lanka: la farmacéutica y esposa del arquitecto, Laura Muñoz, y Carmen Sotoca, abogada y esposa del secretario general técnico del Ministerio de Justicia, Joaquín de Fuentes. Desde España, Sotoca, que mantuvo abierto el bufete del rehén Uribe, y Muñoz se movían de un lado a otro para conseguir rescatar a sus maridos de la manos del régimen iraquí.

Los españoles retenidos empezaron a su vez a tocar las teclas de todas las influencias que se les ocurrían para poder salir del agujero en el que estarían sumidos 75 días de sus vidas. Finalmente, el 3 de octubre supieron del viaje de una misión no gubernamental integrada por la diputada de Izquierda Unida Cristina Almeida; el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Gustavo Villapalos; el abogado laboralista Nacho Montejo; el miembro de la Asociación Pro Derechos Humanos Eugenio Sánchez, y el traductor Fayed Saqa.

Este hetereogéneo grupo de inexpertos rescatadores había surgido de los esfuerzos de Almeida y Montejo por conseguir un millón de pesetas para poner un anuncio en la prensa que ayudara a sus amigos retenidos. Finalmente, en una decisión que fue interpretada por sus familias como una auténtica locura, decidieron emplearlo en viajar a Irak en lugar de financiar letras impresas de apoyo a los españoles. Un abogado laboralista de tan marcada ideología conservadora como Fernando Vizcaíno Casas fue uno de los 1.000 letrados que entregaron 1.000 pesetas para tan arriesgada misión.

Villapalos, a quien sólo se le había pedido una carta de recomendación, se sumó a la aventura (luego llegó a ofrecerse a cambio de sus 15 compatriotas).

Inexpertos

Antes de salir no leyeron ningún informe sobre Irak ni consultaron a expertos arabistas. Tampoco les importaba su nula experiencia como diplomáticos. El grupo de los cuatro sólo contaba con los consejos del traductor palestino, Fayed Saqa, que les iba explicando las peculiaridades del mundo árabe y la importancia que se concede a los gestos para enfrentarse a su esperada entrevista con Sadam.

Como si se tratara de una concentración deportiva, los cinco libertadores realizaban cumbres preparatorias para las entrevistas que les había preparado la asociación iraquí que pagaba su hotel en Bagdad. Como apoyo espiritual, el rector Villapalos llevaba una reliquia de santa Teresa que besó con devoción antes de enfrentarse con Sadam Husein y recitarle unas frases del Corán.

A cambio de la liberación de 15 españoles sólo entregaron un plato damasquinado para el líder del Baaz y su disposición para salir en los informativos de un país marcadamente impopular en casi todo el mundo.

Su repetida presencia en los medios de comunicación provocó una popularidad general para miss Cristina, también llamada la reina del cotarro, que en los zocos firmaba autógrafos como cualquier estrella iraquí.

El primer triunfo provocó cierta tensión: sólo iban a regresar a sus casas cinco de los 15 rehenes, y en ese momento algunas miradas se dirigieron recelosas hacia el grupo de los de Sri Lanka, cuya amistad con los miembros de la comisión había quedado probada en sus largas partidas de cartas.

Finalmente, ellos no estaban en la lista, y sobre la alegría de los cinco inesperados elegidos se precipitó el estallido general. Saldrían todos. Ha vuelto cada uno a su casa y han prometido mandarse fotos y escribirse. Almeida asegura que la guerra se puede evitar porque en Bagdad triunfan los que saben escuchar.

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