Firma ilegible
Cuántas veces al día los dedos de la mano derecha se curvan para ceñir entre el índice y el corazón una pluma o un liviano bolígrafo, sujetándolo firme con la yema del pulgar, girando con distraída pericia, moviéndose con una velocidad instintiva y exacta para repetir una sucesión de movimientos brevísimos, instantáneos como parpadeos, imperceptibles como cada uno de esos gestos amonedados por el hábito que configuran el carácter de alguien más definitivamente que sus convicciones y propósitos: la manera de llevarse a los labios un cigarrillo o una taza de café, o de acodarse en una barra, o de abrir una carta. Cuántas veces al día uno toma entre sus dedos la pluma o el bolígrafos y traza una firma, su firma, que resulta ser tan irrepetible como su cara y sus huellas dactilares y le sirve igual que una, llave de tinta o una palabra cifrada para roturar el ámbito de su vida y obtener o designar las cosas que le pertenecen, para certificar no sólo su presencia o sus intenciones sino también su identidad, contenida en su nombre, que para los primitivos contiene el alma de quien lo lleva, y oscuramente también para nosotros, pues quien da su propio nombre a un hijo tal vez aspira a sobrevivir en él después de la muerte. En un grabado de Escher, una mano sin brazo que sostiene una pluma en actitud de firma dibuja sobre una hoja de papel otra mano idéntica que al mismo tiempo la dibuja a ella. A todad horas, en todas partes manos veloces y automáticas escriben firmas sin cesar, firmas triviales en el dorso de un cheque modesto o al pie de un recibo, firmas atroces que declaran guerras y sentencian a muerte, firmas desesperadas que solicitan perdón, firmas gloriosas que atestiguan la veracidad del manuscrito de una obra maestra, firmas viles que prometen y mienten, firmas sabias y falsas que otorgan a un cuadro apócrifo el privilegio solemne de ingresar en un museo. De firma en firma cada uno de nosotros se va labrando sin cautela ni premeditación la telaraña que le cerca la vida. Hace falta una firma para declarar que alguien ha nacido y habrá otra al final que certifique su muerte. Los detectives de los bancos examinan con lentes de aumento las firmas dudosas. En las películas de terror, que convirtieron en mitología visionaria esa extrañeza de uno mismo que es la raíz de la locura, el científico que empieza a transformarse en monstruo ve que se quiebra la línea afanosa de sus anotaciones y que se desfigura su firma. Con intenciones de adivinación y métodos de entomología el grafólogo dice averiguar los matices ocultos de nuestro carácter según los trazos de una firma de la que no sabíamos que guardaba escondida toda una confesión. Leo en una enciclopedia del crimen un análisis de la escritura del asesino doméstico John Reginald Christie, que estrangulaba a sus víctimas en el comedor y las almacenaba luego en la despensa, bajo las tablas de la cocina y en el diminuto y aseado jardín de su casa de Londres. De su manera de escribir parece deducirse que era mezquino, irritable, chismoso, calculador, huraño, posesivo, embustero, que padecía complejo de inferioridad y complejo de Edipo, que se entregaba con frecuencia a fantasías sexuales: la forma de una hache resulta ser tan comprometedora como un cadáver enterrado bajo el césped, y si los grafólogos, los psicólogos y los policías continúan perfeccionando sus saberes afines pronto será posible detener a un futuro estrangulador o doctrinario bolchevique apenas inscriba su rúbrica en el primer boletín de notas del colegio.La adolescencia, interesada en proveerse cuanto antes de un alma singular, tiende al abuso de la introspección, de la literatura y de la firma. El artista adolescentes quiere erigir su autorretrato delante del espejo y en una hoja de papel, y en ambos casos se desespera porque los rasgos de su cara son todavía tan variables como los de su escritura. El adolescente, como los literatos de provincias cuando llegaban a Madrid, quiere cuanto antes hacerse una firma tan deslumbrante y a ser posible tan feroz como la marca de El Zorro, y si su propio nombre lo disgusta añade a la esgrima heroica de la rúbrica el antifaz de un seudónimo: a los 14 años uno decidía llamarse, por ejemplo, Julián de Montenegro, se inventaba una firma con fantasiosas volutas y una amada rubia y ya tenía dado el primer paso en su carrera de escritor. Imaginaba que esos trazos, como las huellas fósiles de un animal extinguido, legarían a la posteridad el testimonio de su vida.
De pronto un hombre, a los 66 años, empieza a no reconocer su propia firma. No es que le tiemblen las manos, ni que se las haya vuelto torpes la arteriosclerosis. Tampoco sufre de la vista, si bien en los últimos tiempos le ha sobrevenido un creciente terror a quedarse ciego, y por eso mantiene cerradas las cortinas de su casa, para que la luz del sol no le hiera los ojos, y se los cubre algunas veces con una venda negra. Siente que su mano derecha, igual que su razón, está empezando a desobedecerlo, compara una firma de hoy con otra de hace unos meses, advierte diferencias menores que poco a poco exagera la mirada obsesiva, se vigila escribiendo, como ese hipocondriaco que introduce la mano bajo la camisa para contar los latidos de su corazón y respira muy cautelosamente para no acrecentarlos. Este hombre, José Luis Alonso, se tiró hace unos días por el balcón de su casa, empujado no por la locura ni por la proximidad de la ceguera, sino por el miedo a terminar aniquilado por ellas, y esta misma mañana dice el periódico que lo que más lo trastornaba en los últimos tiempos era no reconocer su firma, y que dejó constancia de su pavor a esa extrañeza en una nota que escribió en un bloc antes de matarse. Iba al banco y no se decidía a concluir ninguna operación. Para cualquiera de ellas necesitaba firmar, y aunque los empleados lo conocieran de siempre y se acercaran a él con sonrisas afables tendría miedo de que al mirar su firma en un cheque cambiaran disimuladamente de expresión y se hicieran señas entre sí, como cuando descubren a un estafador y no quieren alertarlo mientras oprimen un botón oculto bajo el mostrador de la ventanilla.
En los hábitos inconscientes de la soledad anida casi siempre un principio de locura. Insomne y solo en las últimas horas de su vida, caminando sin descanso por las habitaciones de su casa como por los pasillos deshabitados de un tren que atravesara la noche a una velocidad de catástrofe, este hombre se detendría a veces ante una mesa sobre la que había una pluma y un bloc: muerto de miedo miraría moverse la pluma sostenida por una mano que ya no era suya del todo y el roce de la punta sobre el papel donde un nombre estaba escribiéndose sonaría en su imaginación alucinada como el rumor de un animal invisible. Si empezaba a desconocer los trazos de su firma muy pronto perdería su nombre y desconocería los rasgos de su cara. Tal vez mientras escribía sus últimas palabras, ya resuelto a morir, creyó ver en las líneas quebradizas y desfiguradas de tinta la prueba irrebatible de la suplantación. Así vería el Hombre Lobo oscurecerse el vello en el dorso de sus manos y crecer y endurecerse y curvarse sus unas que desgarraban la hoja de papel donde había intentado resistirse a la locura y a la transfiguración escribiendo una firma ilegible.
Babelia
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