La anormalidad italiana
ITALIA ESTÁ viviendo un verano políticamente muy inquieto. De los escándalos sobre eventuales conexiones de la CIA con la logia P-2 a la estrafalaria denuncia de infiltraciones de espías checoslovacos en el aparato estatal, pasando por la batalla sobre la publicidad en televisión, y sobre la televisión en general, todo ocurre como si de repente estuvieran estallando las contradicciones de un país entre cuyas paradojas figura la de ser a la vez el más inestable del continente -un Gobierno cada ocho meses como media de los últimos 40 años- y el poseedor del sistema político más inconmovible del mundo: desde el final de la Segunda Guerra Mundial siempre ha gobernado la Democracia Cristiana (DC), sola o en coalición hegemonizada por ella, mientras que la izquierda, con fuerte arraigo social, no lo ha hecho nunca.Ello se debe al talento de los dirigentes de la DC para, cada vez que han visto en peligro esa hegemonía, distribuir en dosis cuidadosamente seleccionadas una parte de su poder entre los aliados del momento, con la condición de seguir conservando el papel de director de orquesta.
El equilibrio empezó a resquebrajarse con la desaparición de Aldo Moro, el orfebre de ese mecanismo de relojería, y sobre todo con la puesta en pie por el socialista Craxi de su estrategia tendente a romper el sistema de poder en círculos concéntricos de la DC, minándola desde dentro para un día crearle una alternativa. Para ello, los socialistas se apoyaron en el poder económico de Silvio Berlusconi y sus influyentes televisiones. La DC se dio cuenta de ello, sobre todo la izquierda de: De Mita, quien declaró la guerra al magnate de la comunicación defendiendo el pluralismo de la televisión pública.
Al mismo tiempo, la DC se prepara a cambiar la ley electoral para impedir el designio de Craxi de dar paso a una nueva República, esta vez presidencialista, con el posible apoyo del partido comunista una vez que éste cambie de nombre y entre de lleno en la competencia por el poder. En toda esta batalla vuelve a surgir el fantasma, tan temido por los socialistas, del viejo compromiso histórico, es decir, de un acuerdo entre comunistas y democristianos, o por lo menos entre Oechetto y la izquierda democristiana de Ciriaco de Mita. Este último aglutina actualmente a más de un tercio del partido, el 34% en el último congreso, y contaría además con el factor adicional de la antipatía que en el conjunto de las bases democristianas suscita. Craxi, en contraste con la relativamente buena imagen en esos medios de Occhetto.
El líder socialista se ve, por ello, entre la espada y la pared: entre seguir siendo un satélite de la DC o participar con los nuevos comunistas en la preparación de una alternativa de izquierda. La DC ofrece a Craxi todo con tal de que siga alimentando su hegemonía, pero le frena cada vez que intenta desmarcarse. Y es que la gran estrategia democristiana ha sido el haber sabido ser, al mismo tiempo, partido popular y partido interclasista; partido cristiano, pero no sólo de los católicos; el haber dejado crecer en su seno una derecha, un centro y una izquierda, y el haber consentido, cada vez que se veía desangrada, compartir el poder con quien podía darle oxígeno para seguir respirando. Mucho de lo que está pasando es el fruto de este forcejeo de la DC por mantener su hegemonía. Cuando alguien la cuestiona se desencadenan todos los escándalos, los misterios y las noches de los largos cuchillos.
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