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Vargas Llosa y Brodski recibieron el premio Castiglione de manos del arzobispo de Irlanda

El acto de entrega de los 'Nobel italianos' en la ciudad siciliana estuvo lleno de anécdotas

Juan Arias

En el futuro, cuando se escriba sobre lo ocurrido la noche del sábado en Castiglione di Sicilia, la pequeña localidad en la falda del Etna, muy probablemente habrá quien piense que se trata de una página literaria de García Márquez. El acto de entrega de los premios Castiglione de Sicilia a personalidades de la cultura, el arte y las ciencias, como los escritores Mario Vargas Llosa y Josif Brodski la noche del sábado pasado, estuvo lleno de anécdotas. El arzobispo de Irlanda, hijo ilustre de la localidad siciliana, fue quien hizo entrega del premio a petición del alcalde, el novelista Enzo Grasso.

Fue algo que aun siendo imaginario podría haber sucedido en Sicilia y quizá sólo en Sicilia, fragua de literatos como Pirandello, Quasimodo, Lampedusa, Sclasela y hoy Buffalino y Consolo. Imagínense ustedes la placita de un minúsculo pueblo medieval, a media noche, con el aire oliendo a jazmín. Al frente, la Ígles1 a barroca de la Virgen de las Cadenas, a la derecha los restos iluminados de la muralla de un castillo normando del siglo XIII, y sentado en la escalinata de la iglesia el pueblo entero: hombres, mujeres y niños. Todos con su vestido de domingo, aunque era sábado. Pero la ocasión lo merecía. En primera fila, en sillas, los 10 galardonados con el Premio Castiglione di sicilia en su décima edición. Entre los vencedores del atípico premio literario- artístico-científico-periodístico, el escritor peruano Mario Vargas Llosa, vestido de gala como si aquella mañana hubiese asumido la presidencia de la república de su país. A su lado, su esposa. En la fila de atrás, un ilustre hijo de Castiglione, el arzobispo y nuncio apostólico de Irlanda, monseñor Gaetano Allibrand¡, con sotana y con su cruz pastoral de oro bien visible sobre el pecho. El alcalde del pueblo, Enzo Grasso, novelista, dice a este corresponsal: "Pregúntele, por favor, a Vargas Llosa si le importaría que el arzobispo le entregue el prermo". "Por fávor", responde el escritor peruano, "encantadísimo", y su esposa comenta con humor que ésa era la foto que hubiesen necesitado hace unos meses, recordando que probablemente a su marido le habían faltado para llegar a la presidencia de la república de su país los votos de quienes no lo habían considerado bastante cercano a la Santa Madre Iglesia. Idéntica pregunta al alto eclesiástico, quien humildemente responde: "Por Dios, será para mí un gran honor". Y en el palco, ante los aplausos de la gente, el arzobispo Allibrandi, estrechándole la mano, entrega a Vargas Llosa la estatua de bronce del premio mientras le susurra algo al oído. Mientras tanto el escritor y periodista Sebastiano Grasso, responsable de las páginas culturales del Corriere della Sera, hijo también de Castiglione, miembro del último jurado, había escogido para leer en público una página de la obra de Vargas Llosa La tía Julia y el escribidor. Una página picante en la que se narra cómo una prostituta tienta a su párroco, quien en su lucha por no sucumbir a la tentación acaba cediendo a una masturbación nocturna. El presentador del acto, el crítico literario Luciano Luisi -sentado ya en su sitio el arzobispo- leyó sin pestañear la sabrosa página de Vargas Llosa. El público no sabe si reír o aplaudir. Todos los ojos apuntan al arzobispo y ex diplomático vaticano, que sin revelar en su rostro ni un gesto de disgusto o de sorpresa se limita a cuchichearle algo a su secretario sacerdote, quien lo escucha cabizbajo.La sombra de Stalin

Pero eso no fue todo. Tan surreal como éste episodio del que Vargas Llosa se reía como un loco durante su regreso en autobús al hotel, en Taormina, fue lo ocurrido a otro premiado ilustre: el premio Nobel de Literatura de 1987, el disidente ruso Josif Brodski. El poeta había recitado en su sonora lengua, modulando como si se tratase de un salmo oriental, una poesía amarga: "Venga la noche y lo cubra todo... Yo duermo vestido... Los perros huyen del ciego que atraviesa el paso de peatones...", cuando dio un salto de su silla, con los ojos alucinados, al oír gritar a otro de los premiados, el periodista y escritor italiano, corresponsal de La Repubblica en Washington, Vittorio Zuconi: "¡Viva Stalin!". Y es que Zuconi había recordado una anécdota de cuando era corresponsal en Moscú. Habiendo sabido que en un cierto punto de la ciudad vendían lechuga fresca, él y su mujer salieron pitando, olvidándose en la acera a su hijo de cuatro años. Se dieron cuenta después de 30 kilómetros de viaje. "Volvimos como locos", contó Zuconi. Temíamos lo peor. Pero la omnipotente policía soviética había tomado bajo su férrea protección a nuestro hijo". Y añadió irónico: "Fue la primera y la última vez en mi vida que grité con fuerza ¡viva Stalin!".

Tranquilizado por la intérprete, el Nobel ruso a quien le preguntaban si pensaba volver a su patria respondió: "No lo sé, porque yo soy un péndulo pero no un bumerán".

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