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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Final de etapa

TODO TIENE la sutil y contradictoria impronta de los finales de etapa. Los siete meses de vida del actual Gobierno -el mismo de la anterior legislatura, con un injerto en Trabajo- han sido al mismo tiempo de actividad política incesante, casi frenética, y de inmovilización parcial. Parece como si el equipo gubernamental, consciente de ser una prórroga de sí mismo, se hubiera dedicado intensamente a sobrevivirse y al mismo tiempo a sobrellevarse en medio de las más dispares tempestades.Así, en estos meses, el Ejecutivo ha dado muestras de poseer una voluntad de imaginar y entablar iniciativas tanto en la gestión administrativa como en la estrategia política, en número apreciable y calidad no desdeñable: la redacción de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) y el diseño de un consenso en torno a ella; el plan de infraestructuras para las grandes ciudades conocido como plan Felipe; el acuerdo de competitividad o pacto de progreso, del que la actual concertación social es piedra angular, y la presencia española en el cambiante marco europeo (la carta de ciudadanía europea, el apoyo a la unificación alemana, la defensa de los fondos estructurales y de la política mediterránea ... ). Al mismo tiempo, el Ejecutivo y el partido socialista han derrochado habilidad en la arena de la estrategia partidaria para moldear a su favor la escena política de la nueva legislatura, modificando parcialmente su anterior estilo de gobernar e introduciendo sistemáticamente la técnica del diálogo y, a veces, del acuerdo.

El resultado ha sido un mantenimiento del espacio socialista y la dispersión o un desigual amenguamiento de las otras fuerzas. Así, los centristas y los nacionalistas catalanes y vascos, alimentados en la expectativa de una política de coalición, han afeitado el tono y el talante de su oposición. Los comunistas y sus colegas de Izquierda Unida acusan el doble golpe del desmoronamiento del Este y de un Ederazgo discutido. El Partido Popular, que estrenó con buenos algunos joven líder, encuentra nuevas dificultades en hacerse con el santo y seña del centro y en resolver sus escándalos internos, para verse abocado al fin a una pesada soledad en sus críticas a la LOGSE. Y, sobre todo, el nuevo clima creado y las concesiones sociales otorgadas en la reabierta concertación han apaciguado a las centrales sindicales, que se habían erigido en tiempos recientes en la más efectiva oposición al partido del Gobierno, aunque ello no se ha acompañado con una mayor participación de los empresarios.

Tanto las iniciativas políticas globales como este pulso táctico en la arena partidaria han quedado ensombrecidas por dos factores de grave descrédito del sistema: la proliferación de corrupciones de distinto alcance y un creciente impudor del Gobierno en aflorar una concepción instrumental sobre los derechos humanos, primando los enfoques policiales inmediatistas y convirtiendo el paradigma democrático en deudor del orden público y no a la inversa, como se ha visto con la vergonzosa pasividad del Ejecutivo en el caso Mendaille o su escasa flexibilidad en el asunto de los grapos en huelga de hambre.

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¿Que Gobierno?

A estas sombras inquietantes se le suma la realidad de un intenso desgaste en el ejercicio del poder. Este desgaste debe preocupar porque de ninguna manera se circunscribe a un ámbito privado de los protagonistas, sino que hace mella en la calidad y eficacia de la gestión. La contraposición de sensibilidades políticas y las diferencias de actitud ante sucesos como el caso Juan Guerra han trasladado la tensión hasta la misma mesa del Gobierno. Con el agravante de que en los Consejos de Ministros no se discuten las cuestiones políticas generales -en La Moncloa se califica a bastantes de sus miembros de "ministros sectoriales", con lo que quedan relegados a una suerte de "secretarios de despacho"-, de forma que la presión de la caldera, al no haber válvulas de escape, aumenta sin pausa. La malquerencia y el enfrentamiento entre el vicepresidente, Alfonso Guerra, y el ministro de Economía, Carlos Solchaga, y la atonía del vicepresidente, salvo en campaña electoral, no constituyen más que los síntomas más visibles de estos problemas.Aderezan el panorama el deterioro de las relaciones personales entre ministros y entre dirigentes socialistas; el agotamiento o aburrimiento de algunos titulares del Gabinete y una notable descoordinación entre el Gobierno y el partido que le sustenta, lo que ha dinamitado la virtualidad de alguna de las iniciativas emprendidas, como ha sucedido con el plan Felipe en Cataluña ¡por el peaje de una autopista! Al mismo tiempo, el aparato socialista, asentado sobre criterios de estricta representación territorial, sigue sin enriquecerse con personas clave de los sucesivos mandatos socialistas, no necesariamente ministros en ejercicio, con lo que ofrece una imagen de cerrazón a la sociedad y de estructura escasamente permeable. Quemar a los políticos que no coinciden totalmente en planteamientos y talante resulta así muy sencillo, pero no es seguramente ejemplar, ni siquiera eficaz en el largo plazo.

Puede objetarse que este diagnóstico no concluye en una parálisis en sentido estricto, pues en el campo socialista existe iniciativa política, se demuestra acción administrativa y se revelan reflejos electorales que cosechan éxitos que sería inútil discutir. Pero al mismo tiempo resulta innegable la presencia creciente de factores paralizantes y una percepción social del agotamiento, sensación que, independientemente del grado en que se produce el fenómeno, constituye una realidad social y, por tanto, un dato político.

No hay todavía parálisis, y por eso puede actuarse sobre la situación. No hay aún inmovilismo, pero no parece haber fuelle bastante para enfocar nuevos retos, muy concretamente el que dibuja el horizonte de 1993. Se trata de movilizar energías durmientes y de apoyar las ya existentes ante la integración en una nueva nacionalidad de tercer grado emergente, la europea. Se trata de ir definiendo el papel de la sociedad española en la comunitaria ante la integración económica y política. Se trata de insuflar mayor ambición multinacional al empresariado y mayor vertebración y flexibilidad a los agentes sociales. Todo ello no puede hacerse desde el Gobierno, pero tampoco parece factible que pueda emprenderse sin el Gobierno.

¿Con qué Gobierno? Felipe González se enfrenta a un problema complejo. Por una parte, todo indica que las nuevas realidades exigirán equipos homogéneos y que el presidente es sensible a ello. Por otro lado, la homogeneidad implica una elección y un descarte de nombres: exige optar, cuando una de las técnicas favoritas del gobernante González ha sido la de presidir el equilibrio más o menos inestable, entre el impulso social, verbalmente radical, del guerrismo y los planteamientos de rigor de sus sucesivos equipos económicos, más liberales. Lo que en todo caso no es de recibo para la ciudadanía es que los cambios, más próximos o más remotos, se fundamenten en otra cosa que no sea el diseño de un equipo de solidez y calidad cualificadas, capaz de acompañar e incentivar a la sociedad en su adaptación a la nueva Europa en construcción. Sería ridículo, y carente de credibilidad, proponer a la sociedad nuevos esfuerzos para situarse a la altura de las circunstancias, desde un Gobierno que no estuviera a esa misma altura. La obsesión de sectores del aparato socialista para lograr a cualquier precio el exterminio político de cuantos consideran insuficientemente fieles, apoyándose para ello en los resultados de las elecciones andaluzas, a lo mejor es comprensible desde la dialéctica interna de una organización, pero nada tiene que ver, desde luego, con lo que necesita este país.

Ante el vértigo de los costes de un cambio que no puede ser más que muy profundo y que lógicamente implica una verdadera reordenación de funciones, poderes e influencias dentro de la familia socialista, siempre cabe optar por el continuismo. Éste sólo tiene un problema: no resuelve los problemas, los agrava. Quizá lentamente, pero los agrava.

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