Racionalizar la selección
CERCA DE 165.000 jóvenes concluyen estos días esa especie de rito iniciático en que parece haberse convertido la prueba de acceso a la Universidad. Otros 40.000 lo harán en el mes de septiembre. Parece comprobado, pese a la escasez de estudios sobre la cuestión, que entre los resultados de la prueba de selectividad y la nota media del expediente académico previo del alumno se produce una desviación de unos dos puntos. Piénsese que no un punto, sino una décima de punto puede ser decisiva para que el alumno estudie o no la carrera que desea. Este dato es suficientemente sintomático de la trascendencia de circunstancias como la subjetividad en las calificaciones del bachillerato y del COU. De ninguna manera resulta, pues, tópico decir que el futuro personal de muchos estudiantes pende de un hilo.El Senado aborda en estos días el último trámite parlamentario de la LOGSE. Esta ley fue consensuada por la casi totalidad de las fuerzas políticas (exceptuado el Partido Popular), y ha tenido una buena acogida entre los principales sectores afectados. En ella se establece que la prueba de acceso se va a mantener y el Gobierno, sin mayores concreciones, se limita a prometer que tratará de mejorarla. Concretamente, en el punto 2 del artículo 29 se afirma: "Será necesaria la superación de una prueba de acceso [a los estudios universitarios], que junto a las calificaciones obtenidas en el bachillerato, valorará, con carácter objetivo, la madurez académica de los alumnos y los conocimientos adquiridos en el mismo". Aceptada la idea de la necesidad de un tamiz por el que hacer pasar la demanda de estudios universitarios, existen, para mejorar, referentes dignos de ser tenidos en cuenta: por ejemplo, las pruebas de estudios de especialidades médicas (MIR), suficientemente probadas.
Es evidente que la selectividad ha sido centro de los conflictos estudiantiles desde 1974, año en que se incorporó a la legislación educativa. Urge, pues, una sensata reflexión que parta de la conveniencia de una prueba -como en la mayoría de los países desarrollados- para buscar la que sea más idónea, proceso que permitiría aclarar actitudes proclives a la manipulación y la demagogia. Nadie debe jugar con las expectativas de futuro de cientos de miles de jóvenes, y todos, especialmente la Administración, tienen el deber de facilitar y racionalizar el futuro que se anhele.
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