La "invención" de la España democrática
Hemos asistido recientemente en España a la emergencia, y en cierto modo la invención, de una nueva tradición y de una nueva identidad: la de "la España democrática", contrapuesta a la de "la España franquista", que el país tuvo durante cerca de cuarenta años, y muy problemáticamente conectada con la historia anterior al franquismo, de la que la separa el trauma de la guerra civil.Esta nueva tradición es, hasta cierto punto, una construcción institucional y cultural (semi) deliberada, resultado del esfuerzo de los españoles por combinar la imitación de los modelos occidentales con la aplicación de las lecciones, aprendidas duramente, de nuestra propia experiencia. Por esto hemos edificado nuestro sistema de instituciones políticas sobre la piedra angular de una Constitución, la de 1978, diseñada para evitar los problemas asociados a la Constitución anterior, de 1931. La Constitución de 1978 simboliza la reconciliación nacional y la acomodación entre la derecha y la izquierda, la Iglesia y el anticlericalismo, el capitalismo y los movimientos sociales, el centro y los nacionalismos periféricos. Durante estos años el papel integrador de la política ha sido enfatizado una y otra vez, tanto en el diseño y el funcionamiento de las instituciones como en el discurso político. La monarquía ha ido emergiendo gradualmente como un símbolo unificador de la nación, aparentemente cada vez más importante. Las elecciones nacionales (y, en menor medida, regionales Y locales) han sido, y son, utilizadas de manera rutinaria como foros donde se pronuncian discursos rituales acerca de las virtudes de un sistema democrático que abomina de la violencia política; y las campañas basadas en imágenes de moderación han demostrado reiteradamente su éxito en las urnas.
Además, durante los años tanto de la transición como de los siguientes una parte crucial de la vida política ha consistido en la consecución de pactos y entendimientos entre las diferentes fuerzas políticas y sociales. La Constitución fue el resultado de un pacto semejante entre la izquierda y la derecha, y otros entendimientos (más o menos formalizados) fueron alcanzados entre la clase política, el Ejército y la Iglesia. Los pactos regionales entre centristas, socialistas y élites políticas regionales han canalizado muchos conflictos regionales y nacionalistas, habiendo institucionalizado un sistema de mesogobiernos regionales o comunidades autónomas. Los pactos sociales entre políticos, burócratas, sindicatos y empresarios han sido probablemente eficaces a la hora de legitimar el sistema económico y aplicar la política económica antiinflacionista de los gobiernos centristas y socialistas, reduciendo el nivel de los conflictos e intentando consolidar las asociaciones profesionales.
Este esfuerzo institucional ha ido acompañado de un esfuerzo cultural paralelo, en parte consciente y en parte inconsciente, en olvidar algunos fragmentos de nuestra historia, al tiempo que otros se mantenían vivos y se reinterpretaban. El pasado franquista ha sido no tanto denunciado cuanto silenciado. Se han evitado las referencias a las implicaciones personales en la guerra civil; los símbolos, tanto de los vencedores como de los vencidos de la guerra, han sido ignorados; la Iglesia se ha olvidado de la cruzada; los comunistas o los anarquistas, de la revolución social; la pena de muerte ha sido abolida; el país se ha entretenido en dibujarse a sí mismo como un país pacífico, ansioso de diálogo, reconciliación y tolerancia mutua. Puede decirse, incluso, que una de las razones por las que los españoles hemos tardado tanto en reaccionar, y reaccionado de manera tan dubitativa, a la violencia política en el País Vasco ha residido en la dificultad de conciliar esta imagen pacífica de nosotros y de nuestras instituciones con los hechos desnudos de la violencia política. Se ha reaccionado ante esta dificultad buscando refugio en el expediente de la denuncia ritual de la violencia en el País Vasco como expresión de irracionalidad y absurdo o inutilidad (siendo así que desde la perspectiva de los intereses de los terroristas vascos y algunos sectores nacionalistas la violencia política ha sido durante mucho tiempo un instrumento racional y útil para la consecución de sus objetivos).
Ya he dicho que a la hora de construir esta nueva tradición de instituciones y cultura democráticas los españoles hemos combinado la imitación de los modelos occidentales que han tenido éxito con las lecciones de nuestra experiencia. En la memoria colectiva de esta experiencia ha pesado muy particularmente el recuerdo de aquel experimento crucial, que fracasó, de la II República y la guerra civil. Precisamente el éxito del actual experimento democrático ha dependido, y depende, del ajuste entre los modelos europeos, nuestras actuales circunstancias y la memoria de la guerra. (Cabe añadir que una de las razones por las que ha habido tanto malentendido entre vascos y otros españoles durante la transición política ha sido la experiencia tan diferente que unos y otros tuvieron de esta guerra).
Durante buena parte de su historia moderna, España ha vivido un intensísimo debate entre dos grandes complejos de tradiciones culturales; tan intenso, que muchos se han referido a él como un debate entre dos Españas. El conflicto afectó a todas las esferas de la vida; la religión, las formas de las relaciones sociales, la economía y las instituciones políticas, así como el sentido de nuestra historia y nuestra identidad colectiva; y culminó en la guerra civil de los años treinta de este siglo, que no fue sino la última de una serie de guerras y agitaciones, iniciada en el siglo anterior. Pero, a su vez, esta guerra ha marcado un giro decisivo en la trayectoria de aquel debate secular y ha servido de punto de referencia para la invención de la nueva tradición de la España democrática.
La guerra civil ha permitido, y permite, interpretaciones muy dispares. Las favorecidas tradicionalmente, tanto por la izquierda como por la derecha, se han caracterizado por un maniqueísmo simple y de corte similar, como si la guerra hubiera sido un forcejeo entre el bien y el mal. Sin embargo, siempre ha habido lugar para argumentos
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