La refundación del mundo
El siglo XX ha asistido a una gran mutación en la vida del mundo occidental. Si bien es cierto que las sociedades de la India, el Africa negra, o las zonas más inclementes de América Latina, han adquirido su cuota-coartada de ordenadores, profilácticos, y avances en algún campo de la ciencia y la tecnología, la existencia de la mayor parte de su población sigue siendo esencialmente la misma que hace uno o dos siglos, o peor, porque el contraste con el desarrollo ajeno hace más obvios algunos aletargamientos criminales. No así en Occidente, donde con el debido respeto al dominio de la energía nuclear, la conquista de la Luna, o en general la revolución técnico-científica, el gran cambio social es la erradicación del hambre y la satisfacción universal de las necesidades primarias del ser humano.Con anterioriidad a la Revolución Industrial, hasta mediado el siglo XVIII, lo que consideramos Occidente era una sucesión de islotes de desarrollo en medio de un océano perfectamente comparable a lo que entonces todavía no podía llamarse Tercer Mundo. Los Países Bajos, el nordeste francés, áreas del sur de Inglaterra, una sucinta línea en la costa atlántica de los actuales Estados Unidos, constituían calveros de prosperidad en una maleza general sometida a hambres epidémicas, mortalidades catastróficas, plagas sin remisión. Casi todo el mundo era Tercer Mundo, o lo que es lo mismo, no cabía hablar de la existencia de éste porque el Antiguo Régimen no resultaba particularmente más inhóspito en China que en Castilla, y el poder militar, con que Europa colonizó su más allá, tampoco era sustancialmente más ominoso en la Inglaterra de Cromwell que bajo la dinastía Ming.
Un despegue tecnológico, sobre una base inicial de progreso agropecuario, hace que en la segunda mitad del XVIII comiencen a derramarse esos islotes de desarrollo hasta salirse de un área hasta entonces autocontenida: la pujante Holanda, las concentraciones industriales británicas, algunas ciudades alemanas, inician una larga marcha hacia la ocupación de los mercados más inmediatos. Ese viaje culmina en el último tercio del siglo XX, en el que una considerable mancha de la humanidad: América del Norte hasta Río Bravo, Europa occidental, Japón, Australia, y otros países desarrollados de Asia, se congregan, pese a diferencias de cultura y costumbres, en un tipo de vida que podemos llamar occidental -las mismas comodidades, los mismos apetitos satisfechos-, y en el que la desaparición de la necesidad es el mayor cambio de todos los tiempos.
La Gran Guerra del 14-18 fue la ocasión de que el Tercer Mundo se reconociera por primera vez a sí mismo. El especáculo de la matanza entre los pueblos blancos, a la que asistieron en la incómoda primera fila de las trincheras, senegaleses, argelinos, e indios, entre otros pueblos sometidos a Europa, destruiría muchos mitos; la segunda guerra mundial, al trasladar esa atroz competencia al Pacífico y a las riberas del Mediterráneo árabe, completaba la obra de descolonización psicológica. Las independencias. que se escalonan de 1947 en Delhi a los años 60 en el Africa británica y francesa, derivan de esa planetaria toma de conciencia. En las décadas que siguen a la emancipación política, con Bandung y el nacimiento del bloque no alineado, esos países más o menos unidos por el subdesarrollo lo prueban todo: el liberalismo del capital, el socialismo de la colectivización, la dictadura de todo apellido, y siempre con el mismo resultado: estancamiento, empobrecimiento, rapiña, fracaso.
El viraje de buena parte del Tercer Mundo hacia las recetas de un marxismo-leninismo planchado por el sol, o errante en la floresta, había sido la última esperanza de Occidente -porque no hay nada más occidental que la utopía de un judío alemán, nacido en una familia de protestantes conversos, autor de una teoría-omnibús para la historia-. Durante unas décadas, y en oposición al Occidente colonial, una parte del Tercer Mundo se pudo remitir a ese otro Occidente, aparentemente limpio de culpa, para contemplar el futuro. Ahora, en cambio, el derrumbe en curso del comunismo de Estado ha eliminado hasta esa posibilidad. El Tercer Mundo está por ello hoy solo consigo mismo, y mirando alrededor.
Durante los últimos años se ha ido oyendo crecer una marca que circunda el mundo desarrollado, hasta el punto de que el eje de tensión Este-Oeste, cada vez menos verosímil pese a los ímprobos esfuerzos de soviéticos y norteamericanos por probar lo contrario, ha ido difuminándose ante un eje de tensión no ideológico: el Norte-Sur. En un reciente coloquio celebrado en París, Andrei Grachov, economista soviético próximo a Mijail Gorbachov, respondía a la pregunta de hacia dónde iba el Este, afirmando simplemente que hacia el Oeste. Y es notable que cuando el Sur mira al Norte, sin distinguir con demasiada precisión entre Oriente y Occidente, -puesto que para sus pobladores la supuesta pobreza de Europa oriental es un insulto a su implacable indigencia- el Este se haga Oeste, y el mundo industrializado cierre filas en una concepción unitaria de sí mismo.
La guerra que nos viene, al comienzo o al fin de la historia, es la de un seguro asedio. Hoy mismo, millones de boat-people en potencia contemplan Europa desde las orillas del Mediterráneo africano, cuando por ahora una avanzadilla que sólo se cuenta por millares osa el cruce anual de ese foso antitanque contra la emigración; una masa indohispánica hace lo propio desaguándose aún con mayor intensidad sobre el sur de los Estados Unidos; y un puente aéreo de dificil represión une a Asia con los grandes centros industriales europeos. Pero todo eso no es más que un comienzo, una alucinación a ráfagas de lo que se nos viene encima. Como el limes romano a lo largo del Danubio, que fue incapaz un día de seguir represando la inundación de los pueblos bárbaros al norte de la civitas mundial, la Europa de la Comunidad, los Estados Unidos de la fortress America, la Australia replegada sobre Nueva Gales del Sur, y la isla imperial de Tokio, van a tener que pensar en algo más que en el amurallamiento para no verse desbordados por el futuro.
La supresión de las carencias fisicas más primarias es un escándalo occidental que se ha extendido sin que nadie se preguntara qué influencia podía ejercer sobre el entorno político mundial. A su lado palidecen el orto y el ocaso de las ideologías, el derrumbamiento del muro, o el presunto triunfo de la socio-economía liberal. Y ante ello es aún mucho más necesaria la consolidación de un poder europeo que se plantee los nuevos retos. Una Europa unificada debería tener la voluntad política de decidir entre varios futuros posibles: aceptar la desaparición de la sociedad occidental tal como hoy la conocemos; atrincherarse, probablemente con poco realismo, contra esa inmersión en otras culturas y razas; o, finalmente, tratar de vacunarse con el grado de absorción de cuerpos extraños que se crea capaz de tolerar, como hizo durante siglos su antecesora, Roma. La llamada de Turquía y Marruecos a la puerta de la Comunidad, es la versión en papel sellado de una realidad mucho más corruscante.
La construcción de Europa no es sólo un problema de Alemania sí o no, cómo o para qué, sino de una verdadera refundación del mundo, y seguramente no es mala cosa que éste se encuentre hoy revuelto por una geopolítica de urgencia que confunde Este con Oeste, para darnos cuenta de que los problemas tanto o más que en nosotros habitan en el mundo alrededor. Parece próxima a su fin la era inaugurada por la Revolución Industrial, aquella que creó el concepto de Tercer Mundo como contrafigura de su propio éxito material, en la misma medida en que una revolución cuando menos tan poderosa como aquella es la que hoy está apenas por llegar.
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