Elogio del miedo
"El miedo guarda la viña", dice el refrán. Y, efectivamente, el temor a los posibles peligros que nos acechan, ayuda a conservar, a proteger las distintas viñas de que disponemos, desde el bolsillo a la piel. Es el miedo de los cautos, los astutos, las solteronas y los objetores de conciencia, el miedo de los avaros y los tramposos. Pero hay otro Miedo -un Miedo que debería escribirse siempre así, con mayúsculas-, el Miedo que nos produce el enfrentarnos no ya a lo posible, sino a lo real, a lo cierto e inevitable: el Miedo a la Muerte.Cuando nos sentamos en el corro de los tendidos -el vaso de whisky o el bote de cerveza en la mano, el puro en la boca o el clavel en la solapa-, aparte del ancestral sentimiento de pertenecer al rito o el pretexto superficial de asistir a un hermoso espectáculo, estamos esperando vivir el miedo.
Y de hecho lo vivimos cada vez que se abre la puerta de toriles, en ese instante en que se nos ofrece la penumbra misteriosa de la oscuridad de su interior, antes de que se materialice en la aparición del toro como una gran sombra poderosa y amenazante. En ese momento transferimos nuestro miedo al torero, delegando en él nuestro temor a enfrentarnos con lo desconoci do, exigiéndole el valor que nos gustaría tener, la destreza y la gracia de dominar con la suavidad la fuerza y el peligro, supe rando con entereza su propio miedo.
De cuando en cuando, la em bestida del toro se convierte en la embestida de la Muerte -o la percibimos con mayor lucidez en la certeza de la cogida o en su inminencia- y un escalofrío se apodera del corro convirtiéndo lo en grito, aplastándonos con tra la almohadilla y erizando nuestros poros en los escotes o bajo la camisa, en el ardiente contraluz del sol o en el cómodo frescor de la sombra. Sentimos la verdad de la Muerte -una Muerte que se ha hecho viva embistiendo al muñeco dorado en el que hemos depositado nuestros sueños-, y de pronto se adueña de nosotros, directamente, el Miedo.
Algunos toreros parecen no tener miedo, pero nosotros sabemos que, secretamente, lo tienen. O queremos creer que lo tienen porque nosotros sí lo tenemos, porque estamos ahí para eso, para comprobar que la Muerte existe y que se le puede hacer frente con gallardía, citando con aplomo y con gracia -la cabeza bien alta- a lo desconocido, a esa penumbra sobrecogedora del toril que ha de convertirse en sombra real, poderosa y amenazante.
Esos toreros sin miedo se nos antojan Prometeos soñados que, con la generosidad propia de los semidioses, nos demuestran que es posible vencer en ese sordo enfrentamiento con la Muerte en el que estamos fatalmente empeñados. Una promesa engañosa, sí, pero también un sueño devotamente apetecible. Otros toreros, sin embargo, son incapaces de vencer -y ni siquiera disimular- su miedo, exhibiéndolo impúdica y, vergonzantemente, El temblor de sus piernas, la destemplanza de sus gestos, la lividez de sus rostros les delatan, y sentimos que bajo los vistosos bordados con que se cubren corre un sudor helado que les paraliza.
Con el whisky o la cerveza en la mano, dispuestos a agarrar la almohadilla para arrojársela a la cabeza, les chillamos y recriminamos su falta de valor o de ética profesional, pero en el más escondido rincón de nuestra verdad les comprendemos. Cuando miran al tendido o al callejón como pidiendo auxilio, cuando escapan de su propia sombra empapados de miedo e impotencia, sabemos que aquello es lo mismo que haríamos nosotros y, sin que podamos evitarlo, una brizna de ternura cómplice se añade a nuestra propia indignación mientras les insultamos.
Porque ellos son también semidioses, sí, obligados a la generosidad y al sacrificio, pero son unos semidioses como nosotros: incapaces de enfrentarnos ni siquiera al Miedo.
Babelia
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