Cataluña y los tres Felipes
Aprovechando el primer puente de mayo, he pasado unos días en Barcelona. Fui a buscar allí el eco, en caliente, de la comentada estancia del príncipe Felipe, generadora de una eclosión de amplísimas simpatías y de un brote de minoritarios rechazos.Desde finales del siglo XVIII, las visitas regias, o el desplazamiento de la corte a la Ciudad Condal, han sido un índice de la evolución política y social de nuestro país, dado el peso creciente adquirido por la urbe mediterránea dentro del Estado a partir de la revolución industrial (cuya plataforma peninsular, como es bien sabido, fue, precisamente, Cataluña). Hace algunos años, la profesora Mariángeles Pérez Samper estudió, en brillante tesis doctoral, la historia y el balance de esas visitas, desde Carlos IV a Alfonso XIII (la tesis, que podría ser un libro espléndido, no se ha publicado: así son de cortos de vista nuestros editores). A la profesora Pérez Samper se le quedó en el tintero la visita regia de 1976, que aún no se había producido cuando ella redactaba su minucioso trabajo. A manera de epílogo a éste, escribí un artículo, en la prensa de entonces, a propósito del memorable discurso de don Juan Carlos en el Tinell: se trataba -puntualizaba yo- del cumplimiento de una promesa (dirigirse en catalán a los catalanes) que Alfonso XIII había dejado pendiente en 1904, y que aquel monarca no supo, o no quiso, hacer efectiva en sus posteriores visitas a Barcelona.
En 1976, el antiguo principado recuperó el catalán como vínculo verbal con su Rey, impulsor decisivo para la reconquista de unas libertades suprimidas durante medio siglo. Don Juan Carlos cumplió a la perfección la misión histórica cifrada en la restauración de la democracia y de la autonomía -una misma cosa para Cataluña- Misión programada anteriormente por su padre, don Juan; quien, además, como una afirmación catalanista, ha querido conservar el título de conde de Barcelona, aunque su depositario de hecho sea, por supuesto, el actual Rey. Ahora, el mensaje que el heredero de la Corona trajo a Cataluña, utilizando el idioma vernáculo con perfecto acento, explicita lo que la Monarquía significa en esta España nueva y vieja: la coordinación de diversidad y unidad, claves de una historia que se encarna en la casa reinante.
Alguien que estuvo muy próximo a don Juan Carlos en los días difíciles de la larga marcha hacia la Monarquía me contó que, a raíz del nacimiento del actual príncipe de Asturias -y de Gerona-, su padre dudó acerca del nombre que había de imponérsele en la pila bautismal. Su consejero y amigo, que era un gran historiador, barajó nombres muy vinculados a la historia de las grandes dinastias espanolas. Se desechó el de Alfonso, para evitar identificaciones con el régimen que desembocó en la Segunda República. El de Carlos traía el recuerdo de las guerras civiles del siglo XIX; y algo parecido ocurría con el de Jaime. El nombre de Fernando presidió momentos estelares de la historia patria -los que encarnaron Fernando I, el primer gran monarca de Castilla y León; Fernando III el Santo; Fernando el Católico; Fernando VI, el rey enamorado de la paz- Pero estaba también Fernando VII, de amargo recuerdo; y fue el propio don Juan Carlos quien rechazó este nombre, para que no trajese a los españoles la memoria del deseado, convertido por sus perfidias en el indeseable. Quedaba el de Felipe, unido a la hora de máximo esplendor de la monarquía católica y al Siglo de Oro de la cultura española; y ése fue el escogido.
Sino que para Cataluña tenía también connotaciones negativas. Hay dos monarcas -Felipe IV, en la etapa de los Austrias; Felipe V, en la de los Borbones- que presiden sendos momentos conflictivos de la historia peninsular (el Corpus de sangre y la revolta catalana, prolongada durante una larga guerra interior, el primero; el 11 de septiembre y la Nueva Planta, el segundo). Cierto que en coyunturas muy diferentes: Felipe IV -su todopoderoso ministro, Olivares- hubo de plantearse el problema creado por la peculiar uni ón lograda en tiempos de los Reyes Católicos: unión personal que acabó siendo -ya desvanecido el inicial entusiasmo suscitado por el "Ideal sugestivo de vida en común", que diría Ortega- unidad insolidaria, cuando pesaba sobre Castilla la abrumadora carga -no compartida por los otros reinos peninsulares- que suponía la defensa de todos frente a los enemigos comunes. La exigencia integradora que fue el programa político del conde-duque, cifrada en un intento de equilibrar las obligaciones fiscales y militares de los reinos confederados, pero también en una equiparación de los privilegios que podía suponer la fijación de la corte en Castilla, desembocó -por torpeza y agresividad en los modos- en el alzamiento popular de 1640, que al cabo obligaría a un retorno al punto de partida para evitar mayores males.
Pero como simplemente se había aplazado la resolución de un problema que seguía existiendo -los desequilibrios persistían-, aquél hubo de ser abordado de nuevo por Felipe V; ahora bien, en este caso la ruptura no partió del rey, sino de sus súbditos levantinos, que apelaron a una guerra civil -dentro de una guerra internacional- con pretensión puramente preventiva. La ruptura se tradujo en derrota, y la derrota dio pie al vencedor para hacer tabla rasa de instituciones sagradas y respetables. No era buena la unidad insolidaria; pero menos aún lo fue la pretensión unifonnadora. En el intento de corregir la primera fracasó Felipe IV, en la implantación de la segunda cometió un grave yerro Felipe V.
Corregir este yerro no podía signi icar volver a la imperfecta fórmula anterior. Nuestro tiempo ha tenido la fortuna de contemplar el nuevo orden, superador de los errores históricos (el del siglo XVII, un intento frustrado que se trocó en agravio sin compensación; el del siglo XVIII, una guerra civil no buscada que se cerró en agravio histórico). Se partía de la tabla rasa creada por las guerras civiles -incluyendo, claro es, la de sucesión, que abrió el siglo XVIII- y resuelta en un centralismo acentuado por la revolución liberal. Pero ahora, con una perspectiva más justa que la del siglo XVII, el problema era configurar unas libertades simultáneas y bien repartidas, con sus contrapartidas de obligaciones y deberes, igualmente repartidos entre todos los núcleos nacionales de esta gran nación de naciones. Esto es lo que ha significado la construcción del Estado de las autonomías; y esto es lo que vino a respaldar, con su presencia y con sus palabras en Cataluña, el Príncipe que, según la normativa constitucional, habrá de ser, el día de mañana, Felipe VI.
En sus intervenciones, una frase resume al mismo tiempo la máxima apertura y la máxima confianza: "Catalunya és la que els catalans volen que sigui". Explícítamente, esa frase puede interpretarse como luz verde a la autodeterminación, pero en la seguridad de que Catahíña no olvidará nunca su raíz española,- la Monarquía jamás será un obstáculo, sino el cauce más adecuado para esta "Catalunya lliure dins l'Espanya gran", que diría Prat de la Riba. En cambio, no me pareció afortunada la expresión que aludía a "unos vasos comunicantes entre Cataluña y España": si Cataluña es España, eso no tiene sentido; lo tendría decir "entre Cataluña y el resto de España" o "entre Cataluña y Castilla" o "Cataluña y Madrid".
En cualquier caso, el programa abierto que el Príncipe ha sabido desplegar con gallardía y sugestión durante su visita ha tenido la virtud de calar muy hondo en los que le siguieron y le escucharon: tal ha sido el eco por mí recogido luego. La Cataluña del seny, -incluso, esta vez, el presidente Pujol- ha estado con don Felipe. Si ha habido contrastes por parte de los arrauxats, se han quedado en eso, en contrastes. Afortunadamente.
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