La otra deuda externa
El autor, que ha analizado en estas páginas la deuda del Tercer Mundo (véase EL PAÍS del 9 de enero de 1990), afirma que no sería honrado silenciar la otra deuda externa: la que constituye para aquélla el referente analógico y en gran medida la condición de posibilidad o efecto necesario: la posición de pagos externos de Estados Unidos, fundamental asimetría y sesgo del sistema internacional de pagos.
Uno de los espinazos en que se ha vertebrado el mundo posterior a la II Guerra Mundial, además de las esferas de influencia negociadas en Yalta y de la oposición entre mercado y planificación central, es la ventaja derivada para Estados Unidos de su incumplimiento de la obligación de convertibilidad y solvencia asumida en Bretton Woods (1945) como contrapartida de su función emisora de liquidez mundial.La historia desde aquellos días de invierno en Nueva Inglaterra pasa por los déficit de pagos de EE UU -crónicos y desenfadados-, su declaración unilateral de inconvertibilidad, su foreign liability position actual, la existencia precaria del derecho especial de giro (DGE) y la aparición del ECU como esperanza mundial de solvencia y fiduciariedad.
Medio funciona hoy (ahí está el Tercer Mundo para que funcione del todo) un sistema de pagos, impensable en 1945, en el que uno de los participantes emite liquidez mundial en función de sus intereses y en la medida de sus déficit; en el que la divisa de un participante, hoy increíblemente endeudado, es el medio de pago internacional en que se saldan cuentas entre terceros, se acumulan reservas oficiales y se obtienen empréstitos en la plaza del mundo.
He ahí el verdadero Tratado de Tordesillas de los últimos 45 años: de una parte, todos los países del mundo, capitalistas o colectivistas; de la otra, un país que emite liquidez mundial a través de sus saldos negativos, que salda sus cuentas externas en su propia moneda, que obtiene empréstitos en esa misma divisa (salvo los fugaces bonos Carter en yenes y marcos de 1979), que se declara olímpicamente insolvente en 1971 y que gestiona una furiosa inflación mundial como modo de reducir la montaña de pagarés que ha ido librando para financiar su nivel de vida.
Se trata, pues, de un seignorage ya incuantificable que ha marcado la historia económica de estos últimos 45 años. Cuando se consideran el endeudamiento neto de Estados Unidos, su desequilibrio exterior acumulado y el porcentaje de divisas oficiales mundiales tenidas en dólares (65%), se reconoce el tributo diario que el mundo paga a Estados Unidos al atesorar e intercambiar títulos de deuda en esa moneda. Lo que en otros tiempos se contaba en doncellas o camellos se cuenta hoy en cientos de miles de millones de dólares.
No se olvide que el curso legal de facto de esos títulos nada dice de su fiduciariedad estricta. Es más: en gran medida, el valor fiduciario de esos títulos es sólo circunstancial y consiste en la aceptación que de hecho los países acreedores, sin otra opción, otorgan a esos títulos como medio de pago para, por así decir, moverse por el mundo.
Exacción imperial
Esta exacción imperial recaudada en todo el planeta es la verdadera medida del endeudamiento de Estados Unidos con el mundo, más que cualquier otro valor neto deducido del cómputo de inversiones o transferencias según una contabilidad decididamente interesada. Si bien según esta contabilidad la posición deudora neta de EE UU se situaría, al ritmo actual de crecimiento, en un billón de dólares para 1992 y dos billones para fin de siglo, equivalentes al 40% de su PIB proyectado para entonces, es el dollar overhang que circula por el mundo como consecuencia de los déficit acumulados estadounidenses lo que en verdad cuantifica ese tributo imperial.
En un truco maravilloso realizado ante nuestros propios ojos, el déficit presupuestario interno y el déficit externo de capitales contraído por EE UU para suplir su ahorro interno dan así origen a su déficit crónico por cuenta corriente: 1.002.000 millones de dólares en estos últimos nueve años (Fondo Monetario Internacional, Annual Report 1989 y World Economic Outlook, abril de 1989, cuadro A 31; se incluye proyección para 1990). Efecto natural del privilegio de poder financiar sus desequilibrios en su propia moneda y monto similar al de la deuda externa del Tercer Mundo.
Hay en todo ello, reconozcámoslo, una cierta brillantez de ejecución. En esa circularidad viciosa que contempla impotente el mundo flota una sensación de irrealidad y burla que recuerda la que siente el público cuando el ilusionista sostiene uno de sus pies en el aire, vuelve a hacer lo mismo con el otro pie y, ante nuestros ojos atónitos, nos sonríe y levita. Sólo Charles de Gaulle se levantaba cada mañana malhumorado por la burla.
Esta asimetría ha determinado además en gran medida el resultado de la carrera de armamentos. Siendo ésta en realidad una carrera de gastos, el hecho de que uno de los contendientes pudiera financiar no fiduciariamente sus déficit y beneficiarse a corto y medio plazo, de tal orgía de gasto, dejaba claro el resultado final. Si a esto se une el error trágico de la supresión institucional del mercado -de bienes y de ideas- en los países del Este, el desastre económico era sólo cuestión de tiempo. Gorbachov se encargaría de arrojar la toalla en esa pugna perdida.
Habrá quien, congratulándose del resultado, dé por bueno el sistema. En cierto sentido compartimos todos ese sentimiento. Lo que es inaceptable es la deseconomía estructural que la brutal asimetría del sistema comporta desde hace decenios para el resto del mundo y desde 1982 Incluso para EE UU, convertido desde ese año en el mayor deudor del mundo incluso según la contabilidad interesada de inversiones externas netas.
Monetización de la deuda
La monetización de la deuda externa de EE UU mediante la apelación durante decenios a los bancos centrales del resto del mundo no va, sin embargo, a ser eterna. Y si bien es cierto que el dólar es todavía moneda de curso legal mundial y que los bancos centrales siguen colocando gran parte de sus reservas en bonos del Tesoro estadounidense, posibilitando y estimulando así el déficit presupuestario federal de ese país, ese sistema está creando sus propios anticuerpos.
No me refiero a una posible corrección de los flujos del ahorro mundial ni a la creciente diversificación de las tenencias oficiales de divisas. Tampoco me refiero al intento de creación de liquidez por la comunidad internacional mediante la emisión de derechos especiales de giro, ya que, a pesar de su necesidad teórica, este activo de reserva -DEG- no ha conseguido alzar el vuelo, principalmente por la oposición sistemática de EE UU en el seno del FMI (mayoría necesaria del 85%; EE UU, 19,6%).
Me refiero a la moneda común de la Comunidad Europea. Es cierto que el ECU actual pondera y consagra en cierto modo la diversidad de divisas europeas y que por ello no consigue pasar de unidad contable. Algo más que el DEG, pero no mucho más. Sin embargo, la moneda comunitaria carecerá de esa diversidad genética y adquirirá pleno valor financiero en la medida de su fiduciariedad.
Téngase en cuenta, en primer lugar, que detrás de ese medio de pago estará, entre otros bancos centrales europeos, el Bundesbank, con su independencia y solvencia absolutas, lo cual ya garantiza una diferencia radical respecto del modelo dólar. En segundo lugar, el Fondo Europeo de Cooperación Monetaria ya emite y asigna ECU contra depósito por los países del Sistema Monetario Europeo del 20% de sus tenencias en oro y 20% de sus tenencias brutas en divisas fuertes. Ni que decir tiene que el anclaje fiduciario de esa emisión, y a fortiori el de la futura moneda europea, pertenecen a otra galaxia monetaria.
Por lo demás, la aparición de una moneda europea plenamente fiduciaria servirá de precedente eficaz para una moneda mundial que no sea la de uno de los participantes en el sistema, emitida por la comunidad internacional en la medida de los intercambios mundiales reales y las necesidades sistemáticas de financiación. Exactamente lo que en un principio quiso ser el DEG.
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