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Tribuna
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Unidos en la libertad

El pionero fue George Harrison. Nada más empezar la década de los setenta, el ex beatle organizó un macrorecital con el que paliar las necesidades económicas del pueblo de Bangla Desh. Después vinieron otros muchos espectáculos similares, creados a su imagen y semejanza: cuentan que Bob Geldof se arruinó organizando el Live Aid, un recital doble (Londres- Filadelfia) para ayudar al pueblo africano, en el que se recaudaron 8.400 millones de pesetas. Amnistía Internacional organizó toda una gira con artistas punteros durante 1988 para conmemorar el 402 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.El carácter benéfico, o simplemente solidario, de estos festivales cada vez importa menos. Estamos ante una forma más de hacer política, en la que los despachos y los discursos de carácter social y económico se han sustituido por grandes escenarios en los que se habla un lenguaje llamado rock and roll. Muchos piensan que no hay demasiada diferencia entre un mitin y un macrorecital, y que una guitarra eléctrica puede estar tan cargada de retórica como la garganta del político más aburrido. El dinero baila inevitablemente de mano en mano, las influencias y las amistades confeccionan los carteles y la publicidad rodea cada evento masivo con sus paternales garfios. Es imposible no recordar las cifras que se barajaron en la gira por los derechos humanos organizada por Amnistía Internacional, que contó con un presupuesto inicial de 2.700 millones de pesetas; más de un millón de personas asistieron a los recitales, y aproximadamente mil millones lo contemplaron por televisión, con el consiguiente apoyo publicitario.

Retorno a las calles

Para el homenaje a Mandela se habilitó por segunda vez el estadio de Wembley. Los organizadores contaban con la presencia de 75.000 espectadores, que pagarían 20 libras por cada entrada (aproximadamente, 4.000 pesetas). Las taquillas se abrieron hace dos meses y se cerraron 48 horas después totalmente vacías. En la mañana del recital los re,ventas vendían cada localidad a 150 libras (casi 30.000 pesetas).

Pero cuando el recital está en marcha nadie recuerda los intereses ocultos y los números perdidos. Eran las siete en punto de la tarde (hora peninsular) cuando Nelson Mandela y su esposa, Winnie, ocuparon uno de los palcos centrales del gigantesco estadio británico. Mandela estaba en Londres después de 27 años de ausencia.

Visiblemente emocionado, escuchó cómo 70.000 gargantas trataban de compensarle por una retención ilegítima tan larga como penosa. Miles de voces coreaban su nombre, el de su paciente y combativa mujer, el de su país y el de las causas por las que ha dado lo mejor de su vida. Mandela sonreía satisfecho.

Días antes, el líder surafricano había rechazado una invitación de la primera ministra, Margaret Thatcher. Ahora compartía su retorno a las calles con la gente que nacía cuando él se vio obligado a abandonar el mundo real. Veintisiete años después, la libertad los ha unido.

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