Greta Garbo, que estás en los cielos
La muerte de Greta Garbo ha conmovido al mundo. Una leyenda viva de este siglo, creadora -dijo Federico Fellini- de "una religión llamada cine", se fue de la vida tal como estuvo en ella sus últimos 50 años: envuelta en misterio. Ofrecemos la síntesis de una entrevista con la actriz hecha tres días antes de su muerte por un escritor sueco, que tuvo acceso a esta enigmática mujer, que en su agonía abrió así una grieta en la muralla con que protegió su soledad, una soledad que buscó en 1941, cuando tenía a la humanidad a sus pies. Es un documento de especie rara que EL PAÍS publicará íntegramente. Su Suecia natal llora su ausencia.
Ni siquiera me gusta que la llamen divina. La imagen de Greta Garbo me ha inspirado siempre un gran respeto. Posiblemente tardé muchos años en saber quién era realmente y dónde podía residir la grandeza de su fuerza. A mí, niña cinéfila sin saberlo, arrebujada en las sesiones dobles de los cincuenta, me gustaban Jean Simmons y Audrey Hepburn, Julie Addison y Ann Blith, Elizabeth Taylor.O sea me gustaban las adolescentes desvalidas, ingenuas y flacuchas. Las colegialas sin gramo de malicia, algo bobaliconas a fuerza de ser recatadas. Las protagonistas de aventuras sin lugar a pecado. Pero llegó un día, el día en que cambié los cines de barrio por las sesiones apretadas de los cine-clubes, cuando empecé a apreciar el valor del blanco y negro y a valorar por separado la imagen y la palabra, pasados los sesenta, en que la reina Cristina de Suecia me fascinó.
De repente Gary Cooper era una mujer. Un personaje sugestivo, indómito, que monta a caballo en pos de su libertad, que se desenvuelve con frágil rotundidad, que conquista, cautiva y domina a un poco afortunado, pero representante al fin y al cabo, del Rey de España. Y cuya mayor debilidad estriba en palpar los objetos que le rodean con extrema y delicada sensualidad después de una insólita noche de amor. La Garbo fue el protagonista de sus películas. En una época donde la mujer era la delicada imagen de la fragilidad, ella interpretó personajes contundentes. Tan contundentes como el portazo de Enora al abandonar su casa de muñecas y, aun después de Anna Karenina, Maria Malewska, Margarita Gautier o Anna Christie, no consiguió que un galán resultara arrebatadoramente enloquecedor a su lado. Cualquier bigote caía en el mayor de los ridículos. ¿De verdad Robert Taylor era un duro de Hollywood?.
¡Ah, sí!. La Garbo era otro mundo. Ni la Hayworth ni la Monroe. Ella era sólida en sus formas, insinuante en su mirada, sugerente en su media sonrisa y varonil en su carcajada. Y así la vi en Ninotcka, y desde luego, en la heroína de Dumas. Jamás fue débil y enfermiza a mis ojos. Y me temo que jamás quiso ella que alguien la viera de otra manera.
Después supe que un día, cuando mi generación todavía era un proyecto, Greta Garbo entró en el saloon, se tomó el último trago, ajustó las pistolas, subió a su caballo y eligió el camino de los hombres del Oeste: la soledad. La soledad de la que nadie en casi 50 años consiguió arrancarla. Ahora, hoy, entiendo por que Greta Garbo siempre me ha inspirado un gran respeto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.