Demasiada audacia
Es fácil criticar a una joven compañía que entra en Valle-Inclán. El condenado es muy difícil. Hay que tratar de pronunciar el texto de forma que no se pierda una palabra, hay que actuar al mismo tiempo con consonancia y puede que tengan que llevarse a cabo acciones horrorosas, como en estas obras, incurriendo en todo lo criticable, la compañía del Centro Andaluz de Teatro (CAT), escindida en tres y con tres directores.Pero la afición es un mérito y la petulancia de abordar lo más difícil puede ser elogiable. Puede uno disgustarse seriamente de cómo José María Rodríguez Buzón dirige La cabeza del Bazaista, pero comprendiendo siempre que su autor la calificó de "melodrama para marionetas" y, que el director quiere que los movimientos de los actores sean de espantajo o de fantoche, aunque el melodrama se deshumanice y se le olviden cuestiones de entradas y salidas y, que las voces se desarticulen: la de María Jesús Andany, por cierto, en La Pepona, es interesante y se muestra en el monólogo del final.
Valle Inclán 3 (La cabeza del Bautista, Ligazón, La rosa de papel)
Autor: Valle-Inclán. Interpretación, dirección, escenografía y dirección: Centro Andaluz de Teatro. María Guerrero, 11 de abril.
Ligazón es un "auto para siluetas", clasificación que también puede llevar por senderos de perdición a un director, aun que sea José Luis Castro. Las siluetas de moza, mozo y pareja de brujas acelestinadas se recortan en sábanas blancas a la luz de la luna llena; el auto es la sacramentación de una magia amorosa y sexuada, con el final de las tijeras clavadas en el pecho de un seductor. Si las siluetas son simple realidad y la fuerza de magia no brota, qué le vamos a hacer. Queda un cierto amor por la brujita que deja de serlo, gracias a la presencia de la actriz Luisa Martínez.
Y La rosa de papel, dirigida por Antonio Andrés Lapeña, se deja vencer por su parte grotesca más que por la trágica y carece de los escalofríos que puso en ella Valle en un ambiente gallego, del que traslucen vocablos arcaístas. Llevada con lentitud, el grand guignol final se acelera tanto, como por pudor, que apenas se sabe lo que pasa. Lo salvable aquí es el esperpentizado actor Antonio Dechent, la desafinación querida de su voz de borracho y su brutalidad ácrata.
En el conjunto de las tres piezas, en las músicas (incurriendo hasta en la ópera con una afinidad de géneros que no existe), la iluminación negativa, los decorados, el CAT incurre en una especie de pedantería de quien está seguro de que está haciendo un gran teatro.
Es fácil, queda dicho, criticar a la afición que monta a Valle-Inclán. Pero el impulso de hacerlo, la ambición de entrar en lo áspero y difícil, también es un mérito. Quede reconocido.
Babelia
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