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Tribuna:EL TRÁFICO DE INFLUENCIAS Y LA ESTABILIDAD DEL PSOE
Tribuna
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La solución del 'caso Guerra'

Es comprensible el desasosiego producido en las filas socialistas por el llamado caso Guerra, porque conmueve uno de los pilares sobre los que el PSOE se ha sostenido en los últimos años y afecta a una personalidad con la que toda la familia socialista -unos por amor, otros con odio- se ha acostumbrado a convivir.Lo de menos es que la hipotética caida de Alfonso Guerra pudiera significar un cataclismo. Lleva razón él cuando dice que no es tan importante para el proyecto socialista. Ahí está el recuerdo de un Adolfo Suárez que proyectaba gobernar durante 102 años o el olvido político casi total del otrora poderoso Fernando Abril. Acaso la principal enseñanza que cabe extraer del asunto es que los partidos no deben descansar sobre fulanismos.

Pero al margen del principio de que nadie es imprescindible, la preocupación socialista ante el caso Guerra merece una reflexión que trasciende de los detalles sobre las implicaciones económicas del hermano Juan e incluso de las responsables tolerancias del hermano Alfonso, y hunde sus raíces en la orientación política del principal partido de la democracia española. El escándalo Guerra, legítimamente utilizado desde la oposición política contra el partido en el poder, ha suscitado un regocijo sintomático en sectores habitualmente complacientes con el tono moderado y suave con que el terrible PSOE de otros tiempos está conduciendo la gobernación de este país.

Se trata de sectores, dentro y fuera del partido, que en su momento temieron que la influencia de Alfonso Guerra diera al traste con la decisión de permanecer en la OTAN o que, poco después, en el verano de 1985, se frotaron las manos imaginando que Miguel Boyer ganaría el tour de force y sustituiría a Alfonso Guerra o al menos se colocaría, desde una vicepresidencia del Gobierno, en situación de neutralizarle como número dos. El estallido del caso Guerra ha sido contemplado en tales ambientes como el presagio de la caida, ¡por fin!, de quien para muchos representa un freno en el camino de Felipe González -Bad Godesberg tras Bad Godesberg-: marxismo-no marxismosocialdemocracia-antimarxismo-neoliberalismo.

El precipicio político al que se encuentra asomado Alfonso Guerra es tan grande que Felipe González ha tenido que atarse fuerterriente a su lugarteniente; disuadirle cuando, en enero, se dejó ganar por el vértigo y quiso dimitir., y, sobre todo, impedir con el escudo de su presencia que algunos de los que desean derribarle, le empujen al abismo.

La lucidez de González

Felipe González es suficientemente consciente del largo camino recorrido por su partido desde las posiciones de partida hacia los territorios del centro político y mantiene el grado necesario de lucidez para no pasarse de rosca. Alfonso Guerra es un elemento difícilmente sustituible en ese propósito. Con una doble utilidad: como alentador del pulmón ideológico izquierdista que el proyecto socialista necesita para respirar y como valladar firme frente a quienes reclaman cotas mayores de socialismo en la acción partidaria y gubernamental. Así pues, desde esta perspectiva, lo que se ha interpretado como supremo gesto de generosa amistad del líder socialista en los momentos bajos del segundo, no es más que una póliza de seguro contra el suicidio político que significaría para González el abandono de Guerra. A menos que González renunciara incluso a su identidad socialdemócrata o encontrara un sustituto idóneo -tal vez Javier Solana- para el actual vicepresidente.

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Es fácilmente criticable que quien debe su cargo a los representantes parlamentarios de la soberanía popular vincule su permanencia en el poder a la capacidad de su vicepresidente para resistir las tribulaciones fraternas y las acusaciones a su honradez. Es criticable y ha sido criticado. Pero es comprensible que Felipe González se haya abrazado fuertemente a su segundo -hasta que la muerte nos separe-, porque conoce la utilidad de ese bloque sin fisuras hacia el exterior a la vez que con fluidez dialéctica interna que forma con Guerra y no quiere prescindir de la complementariedad entre ambos, convertida con el paso de los años en una buena herramienta para el desempeño del poder.

Hay, además, una razón obvia: Felipe González sabe muy bien que es muy dificil deslindar las responsabilidades del vicepresidente de las del presidente cuando uno y otro son quienes son. González no se considera un extraterrestre es las interioridades del caso Guerra, tanto por razones políticas como porrazones sevillanas. Aunque Felipe viaja menos que Alfonso a la capital andaluza, uno y otro conocen lo que allí pasa y uno y otro han respaldado, por acción o por omisión, el irregular emplazamiento de Juan Guerra en la sede de la Junta de Andalucía para las actividades exóticas a las que se dedicaba. La decisión tomada hace meses de cortar la cuerda que unía a ambos hermanos Guerra no es fruto de un voluntarismo individual de Alfonso, sino de la reflexión conjunta del presidente y vicepresidente.

La lógica política conduce a que la caída de Alfonso por el escándalo Guerra sería el presagio de la caída de Felipe, porque este asunto trasciende los apellidos, por mucho que se empeñen algunos en no contaminar al jefe en las responsabilidades de su alter ego. En este, como en tantos otros asuntos, la suerte de ambos se encuentra unida. La pregunta inmediata es ésta: Ante las responsabilidades políticas indudables de la cúpula socialista en el caso Guerra, ¿debe caer el Gobierno de Felipe González?

Seis años de pasividad

La respuesta es que probablemente no. Pero para llegar a esta conclusión, no vale ninguna de las estrategias de defensa utilizadas por los socialistas, incluido el baño de multitudes. Nada de campaña política orquestada ni de medios de comunicación social al servicio de los intereses "de siempre". Si de algo hay que acusar a la opinión pública y a sus agentes -los partidos políticos y los medios de comunicación social- es de la pasividad observada durante seis largos años. La no utilización política del caso Guerra durante ese período, con varias campañas electorales por medio, resultaría rayana en la complicidad, si no se supiera fruto de la ineficacia de la oposición, de las anchas tragaderas de nuestra sociedad y de la escasa capacidad de asombro de los profesionales de la información. La argumentación de Alfonso Guerra, fundamentada en el "más eres tú", o en el "vosotros también, ¿por qué no callarnos todos?", sólo evidencia la debilidad de la posición socialista.

¿Cómo justificar, entonces, la continuidad del Gobierno socialista? El espacio es pequeño, pero existe. Por evidentes que sean las responsabilidades del Gobierno en el caso Guerra, y lo son, repugna a la razón y no respondería al conjunto de la actual realidad social, económica y política, una caida del poder socialista por un asunto de ese carácter, a manos de unas fuerzas políticas conservadoras, tradicionalmente servidoras de la filosofía capitalista según la que vale casi todo para obtener beneficios, aliadas a una izquierda parlamentaria, compañera natural del PSOE en la lucha contra la corrupción económica que anida en la derecha.

Ante este análisis político, poco puede importar la frustración que experimentaría el ansia de enterradores de los columnistas de la caverna, ávidos denunciadores ahora, pero habitualmente silenciosos, cuando no cómplices, ante realidades como la tortura, la pobreza, la marginación o la injusticia, incluso frente a actitudes del poder socialista de reprobable tibieza.

Sólo el reconocimiento paladino del pecado político cometido, junto a la propuesta de las medidas apropiadas para impedirlo en el futuro, otorgará credibilidad a los dos dirigentes socialistas, llevará a la convicción del Parlamento y de la sociedad que lo ocurrido ha sido excepcional y que, en todo caso, existe voluntad de remediarlo. Esa actitud y la inmediata petición de la confianza al Congreso de los Diputados, para conocer si, a pesar del fallo confesado, respalda al Gobierno responsable, sería lo más sencillo, sincero, democrático y, por ingenuo que parezca, lo políticamente más eficaz. Todavía hay tiempo.

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