El castor
"Simpática, guapa, pero mal vestida". El joven Sartre, diminuto, brillante, bizco y arrogante, definía así a una joven candidata a la cátedra de Filosofia, Simone, alta, seria y de ojos azules, que iba a competir duramente con él en aquella oposición del mes de junio de 1929. Sartre obtuvo el número uno, entre 76 candidatos.Pero aquella joven alta, sena y mal vestida, severamente hermosa, heredera de una buena familia de la alta burguesía, combatió duramente por su derecho a existir. Quedó el número 2, y hasta hubo alguno de los examinadores que mostró sus preferencias por ella. "Rigurosa, exigente, precisa y técnica", recuerda la biógrafa de Sartre Annie Cohen-Solal, "era la más joven de la promoción, no tenía más que 21 años, pero ella era realmente la filósofa".
"Por fin Sartre se acercó", dice Simone en sus Memorias de una joven formal. En verdad no fue tan simbólico su primer encuentro, el de una joven estudiante de Filosofia y un grupo de alumnos que destacaba por su iconoclastia y ferocidad intelectual: Nizan, Maheu, Sartre, y fue el segundo quien bautizó a la joven con el seudónimo de El Castor, por la similitud de su apellido con la palabra inglesa beaver, animal que es símbolo de trabajo y de energía. Sartre era feo, inteligente y enamoradizo. Durante toda su vida fue un hombre cubierto de mujeres, acaso porque lo necesitaba.
Sartre tuvo amantes célebres, pero Simone no le fue a la zaga. El escritor norteamericano Nelson Algren no lo pudo soportar, y lanzó dardos envenenados contra Simone, que se lo pasó muy bien con él. Por su parte, las amantes de Sartre fueron mucho más discretas. Si algo hemos sabido de sus amores, tácitos e explícitos, centrípetos o centrífugos, ha sido en su mayor parte merced a su propio testimonio. Vivían en apartamentos cercanos, los sartrianos adoraban a Simone y ella ejercía en gran medida de maestro de ceremonias. Sus enemigos la llamaron "la gran sartrisa", mientras ellos -compartían amantes, y los convertían en personajes de sus novelas. En La invitada, Simone escribió la historia de su primer triángulo amoroso, y en Los mandarines los multiplicó por 100. Pero nunca se engañaron.
Cuando Sartre murió, Simone de Beauvoir escribió un relato alucinante, La ceremonia del adiós, donde cuenta cómo se tumbó en la cama al lado del cadáver de quien había sido el hombre de su vida. Nada de todo esto es feminismo, ni nada parecido, ni vejez, ni literatura. Todo esto fue verdad, fue real, fueron dos vidas a las que ahora se les quiere seguir sacando dinero. Pero ellos no tuvieron nada que ver, sólo quisieron fundar una nueva manera de amar, que acaso funcionó para ellos solos. En este sentido fueron dos privilegiados, eso es todo.
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