La Europa de los grandes festivales
La década de los ochenta supuso la consolidación del director de escena como primera vedette del espectáculo teatral europeo. Concretamente en la Europa en que el teatro oficial -que no siempre coincide con el teatro público, con vocación de servicio público-, un teatro que se nutre de grandes, enormes presupuestos / subvenciones, supera, por no decir ahoga, al teatro en manos de la empresa privada, escaga o nulamente subvencionada por el Estado, la región o el municipio.Actualmente hablar del teatro europeo es hablar de Bergman, de Siein, de Strehler, de Vítez, de Langhoff, de Brook, de Pasqual... Es un teatro de barones, los barones del teatro; un teatro en el que barón y baronía son sinónimos: Strehler / Piccolo, Vi tez / Comédie Frangaise.
Junto a estos grandes señores del teatro, la pasada década ha vivido también la definitiva con sagración -en dólares, libras marcos occidentales o francos franceses- de los directores de los macrofestivales europeos Consagración que ha hecho posible un Peer Gynt (Chéreau), un Mahabaratha (Brook) o un Soulier de satin (Vitez), prácticamente impensables sin esas superes tructuras que son los festivales de Aviñón, de París (Festival d'Automne), o de Berlín. Espectáculos que visten más de una temporada, incluso una década (Mahabaratha), y terminan por convertirse en emblemáticos del teatro europeo, o del teatro tout court.
Todo hace pensar que nada de esto va a cambiar en la década que ahora iniciamos. Más aún, uno tiende a creer que el área de los macrofestivales va a ampliarse, y que dentro de pocos años, en 1994 o 1996, en Pomerania, en Transilvania o en los Urales, puede originarse un macrofestival que haga palidecer aquel fabuloso y elitista de Persépolis -donde Brook presentó su Orghast (1971)-, aupado por la emperatriz Farah Diva y financiado por las multinacionales del petróleo. Y ya que hablamos de multinacionales, no hay que olvidar que los primeros espectáculos que los españoles hemos visto en España de Vitez (Le soulier de satin) o de Chéreau (Hamlet) los hemos visto gracias a Renault y a Mercedes Benz, respectivamente. Confío, pues, en que el mecenazgo, la esponsorización (¡brrr!), desempeñe en los próximos años un papel decisivo en el teatro europeo. Un papel tan decisivo como el que ha desempeñado en la pasada década un Jack Lang, por citar, el ministro europeo de la Cultura más identificado con el escenario.
Teatro europeo
Es ciertoque se habla mucho, y no es cosa nueva, de la Europa de los teatros -del Théátre de l'Europe, la baronía de Pasqual-, de la convención teatral europea, etcétera... En realidad se trata de jugar la carta del teatro en una partida de póquer cuyo premio es la capitalidad europea de la cultura. ¿París? ¿Londres? ¿Un Berlín unificado? Quién sabe. Lo cierto es que los barones del teatro -y lo sé de buena fuente- apostarían antes por un teatro europeo del mecenazgo industrial que por un teatro bajo el mecenazgo estatal. Y es muy probable que dentro de poco ese mecenazgo estatal deba forzosamente echar mano de los industriales, de los empresarios (en el campo de los macrofestivales y de ciertas baronías ya ocurre así).
En cuanto al espectáculo en sí, no va a variar demasiado. Seguiremos viendo cómo los barones despedazan, analizan, suefían los grandes clásicos -Shakespeare el primero; el autor más representado en Europa la pasada década- en montajes de haute couture, de perfecto acabado; montajes cada vez más caros, a la búsqueda de ese instante mágico -la bola de plata que atraviesa el escenario como un relámpago en La muerte de Danton (montaje de Gruber), de la que habla Pasqual-, capaz de reconciliamos con un teatro que un día más o menos lejano fue también emoción, pasión. La década de los noventa prolongará, hasta rizar el rizo, el gorigori balenciaguesco de unos barones -septuagenarios el año 2000, octogenarios en algún caso- que llegaron al teatro en un intento de aunar a Brecht con Artaud, a Marx con Freud. El próximo Galileo Galilei de Vitez, en la Comédie, se presenta revelador en este sentido, como ya lo fue el Fausto -la primera parte del Fausto- de Strehler que vimos en el pasado año en Milán.
Poetas
Sin embargo, todos esos barones quisieran, como Fausto, rejuvenecer. Para ello sería preciso que surgiera un poeta, un joven poeta. Todos los barones, desde los octogenarios hasta los que rozan la cuarentena, cambiarían su Shakespeare, su Chejov o su Strindberg -o su Lorca-, por un joven poeta, más joven que el joven Shakespeare, que el joven Cliejov, que el joven Strindberg, que el joven Lorca; que hablase el lenguaje, la poesía de la década, del nuevo siglo, más que del fin de siècle.
Un mirlo blanco. Podría aparecer, por qué no. ¿Acaso el teatro no es un sueño sobre un sueño? Pero, seamos realistas, la muerte de Bernard-Marie Koltès, que era ese mirlo blanco, una muerte que se mezcla, en las efemérides, con la de Bernhard y de Beckett, ha dejado a nuestros barones un tanto chafados.
Los barones están solos, solos con sus fantasmas, en este comienzo de década. Tal vez más mimados que nunca -por el poder-, pero alejados de un público con el que empezaron tuteándose -¡compañero!, icamarada!- y que hoy forma ya parte, como Brecht, como Artaud, de aquellos viejos fantasmas.
Quedan los actores, el alma del teatro, sin los que no hay teatro posible -como no lo hay sin público-, según se decía en los años, no tan lejanos, en que se aborrecía de la palabra, del texto teatral. Se dijo de la pasada década que era la década de los actores, que sucedían en el estrellato, en el poder, a los directores de escena. Mentira. Los actores que se colocaron a la misma altura, que incluso sobrepasaron y sobrepasan a los barones, son cómicos que alcanzaron su gloria en el cine, en las pantallas, y que ahora transmiten esa gloria al teatro.
Son los nuevos Gerard Philipe. El cine siempre le pudo al teatro. Y así seguirá siendo. Aunque el teatro, a la postre, se beneficie de aquella supremacía.
Babelia
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