Algo sobre Velazquez y el museo en soledad
El poeta gaditano Rafael Alberti recordó el pasado miércoles, en el curso de una larga disertación cuyo texto reproducimos en estas páginas, su larga e intensa relación con el Museo del Prado. Alberti habló sobre Velázquez "en la casa del pintor", coincidiendo con la gran exposición que se celebra durante estos días en el museo. Su conferencia, llena de lirismo, evocó el episodio histórico cuando el poeta y su mujer, María Teresa León, corno miembros del comité de salvación del Museo del Prado durante la II República, retiraron en la guerra civil española, con un permiso especial de¡ jefe de Gobierno Francisco Largo Caballero centenares de cuadros del museo "de un Madrid sobre el que ya estaban cayendo las bombas". Rememora Alberti su impresión ante el gran museo en soledad y la visión, en los sótanos, de Las meninas, de Velázquez, y el cuadro Carlos V, de Tiziano, en una noche sin sueño.
Quiero evocar aquí, después que me trasladé con toda mi familia a Madrid, la enorme sorpresa que me causó nuestro maravilloso Museo del Prado desde mis primeras visitas.No sé por qué, acostumbrado únicamente en mi pueblo a las malas reproducciones en colores y a ciertos paisajes de escuela vistos en casa de mis abuelos, yo pensaba que la pintura antigua sería toda ella de sombras, de puras tenebrosidades, incapaces de los azules, de los rosados y los grises que se me revelaron en Velázquez, Tiziano, Veronés, Rubens. En la introducción de mi libro A la pintura, escrito ya en el exilio de Buenos Aires, recuerdo que, al llegar a la sala de Velaquez, escribí lleno de asombro: "¡Oh justo azul, oh nieve severa en lejanía / transparentada lumbre, de tan ardiente, fría. / La mano se hace brisa, aura sujeta el lino,/ céfiro los colores y el pincel aire fino; / aura, céfiro, brisa, aire y toda la sala / de Velázquez, pintura pintada por un ala".
"El aroma a barnices, a madera encerada, / a ramo de resina fresca recién Horada; / el candor cotidiano de tender los colores / y copiar la paleta de los viejos pintores; / la ilusión de soñarme siquiera un olvidado / Alberti en los rincones del Museo del Prado;/ la sorprendente, agónica, desvelada alegría / de buscar la pintura y hallar la poesía, / con la pena enterrada de enterrar el dolor / de nacer un poeta por morirse un pintor, / hoy distantes me llevan, y en verso remordido, / a decirte ¡oh pintura! mi amor interrumpido".
Y hasta aquí llego ahora para estar plenamente de acuerdo con Ramón Gaya, cuando en su libro excepcional llama a Velázquez "pájaro solitario". Tengo que contar hoy cómo durante la guerra civil tuve tan de cerca al pintor sevillano una noche, casi hasta la madrugada, a la puerta de mi casa.
En este Museo del Prado entramos María Teresa y yo con un permiso especial del jefe del Gobierno, Francisco Largo Caballero, para iniciar el salvamento del Museo del Prado de un Madrid sobre el que ya estaban cayendo las bombas. Existía, como es natural, el Ministerio de Bellas Artes, siendo su ministro el pintor valenclano José Renau, y el jefe de la Junta de Salvación del Tesoro Artístico, Tímoteo Pérez Rubio, también pintor, marido de la escritora Rosa Chacel. Pero ambos se hallaban en Valencia, adonde se había retirado todo el Gobierno.
Madrid, hacia comienzos de aquel mes de noviembre, era una ciudad totalmente en guerra. Los artistas e intelectuales más viejos habían partido también, entre ellos nuestro gran don Antonio Machado. Sólo quedaba en Madrid, al lado de cierta población impos:Ible de evacuar, el Ejército, que se preparaba para defender nuestra capital de un casi asedio que duraría 27 meses. Y el museo aún estaba allí, esperando. Tarea inmensa, de una infinita responsabilídad.
Ya se había recibido la orden de que el primer envío lo compusieran dos de los cuadros más insignes y universales del Museo del Prado: Carlos V en la batalla de Mühlberg, de Tiziano, y Las meninas, de Velázquez. Nos recibieron dos milicianos armados. El gran museo estaba en soledad. En la larga galería central, más interminable que nunca, se veían sobre las paredes las huellas de los cuadros que habían sido ya descerididos a los sótanos. A ellos bajamos. En la sala de restauraciones nos aguardaba el subdirector del museo con varios carpinteros y empleados, al que mostramos nuestra autorización para iniciar la evacuación de las obras. Allí pudimos ver en la penumbra Las meninas, que poco tiempo después, con el Carlos Va caballo, nos mandaron a media noche a nuestra Alianza de Intelectuales en la calle del Marqués del Duero, para que nos encargásemos del envío. Dos inmensas cajas, sujetas por barrotes de hierro a los lados del camión que había de transportarlas, unidas fuertemente por entrecruzadas barras de madera, levantaban un alto y extraño monumento, protegido por grandes lonas para preservarlo de la humedad y de la lluvia. En un auto, milicianos armados de 52 Regimiento y motoristas de la columna motorizada custodiaron, carretera de Madrid hacia Levante, la histórica marcha. Comenzaban a borrarse los perfiles de la ciudad en el momento de partir. Yo, que pocas veces suelo improvisar, dije a los que iban a acompañar a la expedición: "El Estado español os confía esta noche dos de las obras maestras de nuestro tesoro nacional. Los heroicos defenso res de Madrid han de defender su museo. El mundo saludará en vosotros mañana a los verdaderos salvadores de la cultura..." Noche aquella sin sueño. Motores.
"¡Alerta, milicianos! / Mientras por la interminable neblina se van hundiendo Las meninas / y el Carlos V de Tiziano".
Momentos después, aquellos jóvenes soldados seguramente casi analfabetos, a oscuras, entre la niebla y muertos de frío, salían lentamente de Madrid, camino de Levante. Los aviones bombardearon la ciudad. El teléfono nos iba dando la situación de los cuadros. El responsable de la caravana llamaba para decirnos "Todo va bien". Ellos no durmieron ni nosotros tampoco. Hacia las siete de la mañana oímos por fin la voz de José Renau: "La expedición ha llegado a Valencia, en condiciones excelentes". ¡Qué descanso! Así salieron de Madrid, bajo la firma de María Teresa y la del señor Sánchez Cantón, hasta 300 cuadros, la mayoría de escuela española, porque prevalecía el criterio de enviar en primer lugar las colecciones, únicas en el mundo, de Velázquez, El Greco, Goya, etcétera.
Cuando después de casi 39 años de exilio pude regresar a Madrid, lo primero que hice, como en 1917, fue correr al Museo del Prado. Es bien conocida la aventura que habían corrido sus principales obras, regresando al fin a su hogar después de haber sido expuestas, con clamoroso asombro, en Ginebra. Me angustiaba por ver aquellas dos que habían salido en una noche oscura de guerra hacia Valencia, bajo nuestra responsabilidad. El Carlos V de Tiz1ano se alzaba más o menos igual, en un nuevo puesto del museo. Entre las salas provisionales de Velázquez, avancé perdido el aliento, por ver Las meninas, colocadas de nuevo en aquella habitación aparte. ¡Dios mío! Si tristes y plomizas me habían parecido ciertas obras velazqueñas -El príncipe Baltasar Carlos, Las lanzas, Las hilanderas...-, me descendió el alma al suelo cuando vi Las meninas agonizantes bajo una espesa costra color ocre, que cubría todo el cuadro, unificándolo, sumergiéndolo en una sustancia de muerte.
¿En dónde estaba la infantina del traje chispeante, el lazo blanco y gris plata de sus cabellos, la graciosa sirvienta, aquella tenuidad de armoniosos y suavizados negros, aquel aire que iluminaba la penumbra del taller donde el propio Velázquez surgía, pincel en alto, en el momento de crear una de las más sorprendentes obras de la pintura de todos los tiempos? Tristeza. Melancolía. Amarillenta oscuridad. Agonía sin fin. Lo dije al día siguiente a un periódico en una entrevista. Gran parte de la pintura española está enferma. Y en algunas obras de Velázquez hay signos mortales. Esto lo sabía bien la dirección del Museo del Prado, que no pudo o no quiso ocuparse de él. Y así, hasta estos días, y gracias al tesón de Alfonso Pérez Sánchez, director del museo, se encontró el dinero, para que Las meninas fueran arrancadas de su agonía y volviesen a resucítar, casi como eran, en lo posible, bajo la mano sabia de John Brealey, el experto internacional más cualificado, director del gabinete de restauración del Metropolitan Muscum de Nueva York. Y ahora, después de las más largas polémicas en los medios artísticos nacionales, de las críticas más injustas que estuvieron a punto de hacer renunciar a Brealey de su compromiso, el trabajo del gran restaurador de Las meninas es este que se está exhibiendo aquí en esta magna exposición de Velázquez.
En el centro de la gran sala, de donde, creo yo, no deberían moverse, hoy Las meninas están más esplendorosas y vitales que cuando yo las vi, por vez primera, en aquella mañana del mes de mayo de 1917, hace ahora más de 70 años, recién llegado de El Puerto de Santa María, mi ciudad natal, en la espejeante bahía gaditana.He querido contar este episodio de mi vida, en que tan ligado me he sentido a esta maravilla. Sí, desde que yo tenía 15 años me he sentido ligado, sobre todo a esta cumbre de Velázquez, que ahora me asombra tanto como entonces. Me parece imposible que yo la haya tenido, embalada en una gran caja de madera, a la puerta de la Alianza de Intelectuales en una peligrosísima noche de guerra. Ahora, cerrando los ojos, veo a Velázquez en mis mañanas madrileñas, cuando decía: "Voy al Prado, voy a la Casa de Campo, al Manzanares". Y entraba en el museo. Y entraba por la puerta de sus cuadros al encinar, al monte, al cielo, al río, con ecos de ladridos, de disparos y fugitivas ciervas diluidas en el pintado azul del Guadarrama.
Yo conocía los troncos y las hojas, la herradura en la tierra, la huella del lebrel y hasta esas briznas que en las sombras no son más que el alivio del pincel que al pasar las acaricia. Veía yo la majestad del cielo sobre la melancolía, majestad de la encina que parece la tristeza cansada de un retrato. Y también conocía aquel azul al que le preguntaba: "¿Qué es ese azul que apenas si es montaña, si es nieve, si es azul?". Y su respuesta: "Soy, pero teniendo por pincelada y por color el aire". La pintura en su mano se serena y el color y la línea se visten de hermosura, de aire y luz no usada. Y parece decir Velázquez, se le oye: "Yo meentré -soy el aire- en el cuadrado abierto de las telas, en los regios salones, en las cámaras umbrías, y allí envolví los muebles, las figuras, revistiéndolo todo, rodeándolo todo, de ese vívido hálito que hoy hay que decir: "Mojaba mi tranquilo pincel en una atmósfera oreada".
Al pincel de Velázquez, de pronto, se le oye decir: "Como también soy río, lo envuelvo todo a veces en un vaho de plata".
En su mano un cincel, pincel se hubiera vuelto, pincel, sólo pincel, pájaro suelto.
Dice Velázquez que el borracho afirma: "Tengo una noble cara de príncipe y borracho, de prínci pe borracho y de beodo que fuera príncipe y borracho a un mismo tiempo". Y también dice el tonto "Me retratan como a SM, o al Conde Duque. Soy don Bobo Felipe de Coria y Olivares". También podría uno preguntarse: "¿Quién es el más noble príncipe? ¿El que alza el arma cazadora entre su guantes o el perro que a sus pies mira tranquilo?". Caigo de pronto y digo: "Sangre azul en los perros de Velázquez. Y entonces oigo que me habla al oído un prodigioso alano: '¿Hubiera yo' -¿no veis?- 'tan bien pintado dirigido el reino?".
En el momento en que escribía estas palabras vi aterrizar el avión que transportaba desde los cielos de Inglaterra La Venus del espejo , de Velázquez, esta que aquí presente, proyectando su rostro misterioso, se extiende ahora ante nuestros ojos, en toda la maravillosa desnudez de su cuerpo de espaldas.
Y vamos repasando los distintos cuadros, las distintas imágenes. Y oigo que confiesan: "Serio color fluido sin ofensa. Severidad. Mar, calma, sin ataque. Los negros como túmulos, los trajes negros como monumentos. La distinción le dijo ante la lámina rigurosa y exacta de un espejo: tengo un nombre. Me llamo... Y el pintor retrató su propia imagen.Nunca la línea se sintió más ágil y menos responsable de contorno y el volumen que me da la mano que modela el color y no la arcilla. Soy en la tela un soplo, el paso detenido de un momento. Y en la historia del tiempo, el ligerísimo roce fugaz de un ala perdurable. Más vida, si más vida, y tú pintura, pintor, de haber vivido, más que real pintura, pintor, de haber vivido, más que real pintura hubiera sido pintura sugerida, leve mancha, alma, cuerpo diluido".
Madrid no fue declarada ciudad abierta, como luego París. Madrid supo, por encima del instinto de sus ministros, que hay victorias políticas y derrotas. La derrota del régimen republicano, y del pueblo español con él, era perder Madrid. Así pensó también Moscú, que se defendió al grito de "¡seremos como Madrid!". La capital de España se convirtió, el 7 de noviembre, por voluntad de sus ciudadanos, en la capital del honor del mundo, al grito de "¡no pasarán!". Desde el momento en que quedó decidida la defensa de Madrid, cada edificio podía convertirse en un fortín y, por de pronto, era un objetivo. Se cerraron los depósitos de la Junta de Salvación del Tesoro
Artístico cercanos al frente. El palacio del duque de Alba ardió, salvándose casi toda su riqueza mi barrio, Argüelles, ardió, la Puerta del Sol, el hospital de San Carlos, el mercado de El Car men... La noche del 16 de noviembre cayeron bombas incendiarias sobre la techumbre del El Prado, tres en los jardines; 16 chamuscarían el césped. Bombas de gran calibre destruyeron el hotel Savoy, situado en el paseo del Prado, otra deshizo una fuente junto al Jardín Botánico; la tercera destruyó dos casas en la calle de Alarcón... Los que conocen Madrid saben, por la situación de estos destrozos, el enorme peligro en que estuvo el Museo del Prado aquella noche del 16 de noviembe. Ni los mismos franquistas se atrevieron, en absurdos artículos que publicaron sobre esto, a negar lo dificil que es para un aviador el control de sus objetivos. Pero eso no impidió que se prodigasen insultos y mentiras sobre esta verdadera hazaña de amor al patrimonio de su nación que realizó el pueblo de Madrid.
La lámpara alumbró una gruesa moldura cuyo filo lanzó chispas de oro... Del revés, y unos sobre otros, fueron apareciendo los cuadros en anchas filas, apoyados contra los muros, evacuados ya de las salas altas.
Yo he tenido en mi vida algunos bellos amores. Pero el más extraordinario es este del Museo del Prado, desde que entré en él por vez primera una mañana de 1915 hasta hoy, fecha en que, conducido por la airosa figura de Vulcano de la fragua mitológica de Velázquez, entré aquí para contaros algo de este museo único en soledad en los años terribles de la guerra. Ahora, a mis muchos años, y para terminar, pudiera repetiros esta tarde: "Aquí, como los toros, tal vez a morir vienes / a la bella querencia de los cuadros antiguos, / en el descenso lento de la tarde,/ cuando el museo va a quedarse solo / y tú vas a fijar dentro de tu mirada / las vividas figuras que más te acompañaron, / inmortales de nuevo/ para los nuevos ojos que las sigan mirando. / Tú, no, tú ya declinas, / te doblas dulcemente, tranquilo, atravesado / como por una espada sin rencor, / mientras oyes la música callada, silenciosa, / el adiós, el aplauso / de todas las escenas, retratos y paisajes / de los cuadros que tanto te quisieron / y de cerca o distantes siempre te acompañaron".
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