Sobre Velázquez...
Parecería que me debiera dar un gran terror hablar en esta magna exposición de Velázquez, de este gran acontecimiento del siglo, y sobre todo dentro de la casa del propio pintor, el Museo del Prado.Quisiera recordar ahora que cuando yo despertaba a la pintura, allá en el gaditano Puerto de Santa María, mi tía abuela Lola, mi primera maestra, para elogiar mi naciente vocación me solía decir, repitiéndolo a todo el mundo: "¡Este niño será un Murillo!". Profecía que otras voces dirían también de mí, aunque sin, el menos entusiasmo:
-Será un Murillo.
Pero nunca a nadie se le ocurrió pensar que podría ser un Velázquez. Yo creo que ni incluso sabían bien quién era.
¡Murillo!
-Si no te suspenden en los exámenes de junio te llevaremos a Cádiz para que veas sus cuadros.
Y por tía Lola supe más tarde que el suave y tierno Bartolomé Esteban se había casi matado allí cayéndose de un andamio cuando pintaba los frescos de una iglesia. Quizá porque Velázquez me fuera menos familiar e ignorara totalmente sus obras, me llenaron de asombro al ver algunas suyas en la revista ilustrada La Esfera. No puedo olvidar la extrañeza, mezclada de alegría, que me produjo el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos entre las nubes. Aquel inmenso e imposible caballote, con aquel lujoso niño de oro encaramado en sus ancas, me abrió una ventana a un no sé dónde verdaderamente inexplicable.
-¿Me prestarías La Esfera, tía Lola?
-Pero, niño, eso es muy difícil. Ni yo misma siquiera me atrevería a copiarlo.
Y en un lavadero alto, abandonado, de mi casa, comencé al amanecer del día siguiente la copia de aquel principillo velazqueño a caballo.
Corregí, retoqué, esperé a que se secara la pintura para volver a retocar, y al cabo de poco más de una semana, cuando ya estuvo concluido y seco, lo abrillanté con un oloroso barniz transparente, comprado en la droguería de la esquina. Como un rayo, bajé sin aliento, en busca de la vieja cocinera.
-¡Mira, María, mira!
María, cegatísima, se enviseró la mano sobre los ojos para concentrar toda su pobre y trabajada vista en aquello que yo tan violentamente le metía por las narices.
-Muy bien, niño, muy bien -comentó después de un breve silencio, que consideré angustiosamente interminable.
-¿Quién es? -le inquirí, seráfico, convencido de que me daría pelos y señales del cuadro.
María se ensimismó, y entoldándose la vista con la mano dejó caer, tranquila, al fin de otro silencio, todavía más angustioso:
-¿Qué quieres tú que sea, niño? Una inglesita en una jaquita montañesa.
Textualmente le respondí enfurecido, volviéndole la espalda:
-Vete a la mierda.
Y corrí jadeando a casa de tía Lola, donde obtuve un éxito resonante, jurándome desde aquel momento no consultar más a la vieja María sobre materias pictóricas.
Quiero evocar también aquí, después que me trasladé con toda mi familia a Madrid, la enorme sorpresa que me causó nuestro maravilloso Museo del Prado desde mis primeras visitas. No sé por qué, acostumbrado únicamente en mi pueblo a las malas reproducciones en colores y a ciertos paisajes de escuela vistos en casa de mis abuelos, yo pensaba que la pintura antigua sería toda ella de sombras, de puras tenebrosidades, incapaces de los azules, de los rosados y los grises que se me revelaron en Velázquez, Tiziano, Veronés, Rubens. En la introducción de mi libro A la pintura, escrito ya en el exilio de Buenos Aires, recuerdo que al llegar a la sala de Velázquez escribí, lleno de asombro: "¡Oh justo azul, oh nieve severa en lejanía, / transparentada lumbre, de tan ardiente, fría! / La mano se hace brisa, aura sujeta el lino, / céfiro los colores y el pincel aire fino; / aura, céfiro, brisa, aire y toda la sala / de Velázquez, pintura pintada por un ala".
Y hasta aquí llego ahora para estar plenamente de acuerdo con Ramón Gaya, cuando en su libro excepcional llama a Velázquez "pájaro solitario". Tengo que contar ahora cómo durante la guerra civil tuve tan de cerca al pintor sevillano una noche, casi hasta la madrugada, a la puerta de mi casa.
Copyright Rafael Alberti.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.