El revés de la trama
De un tiempo a esta parte, el rejuvenecido cine británico ha recurrido a las páginas de sucesos para sacar de ellas la materia prima para algunas de sus películas. Así, Mike Newell recreó en parte la vida de la última mujer ejecutada en Gran Bretaña en Bailar con un extraño, y Stephen Frears hizo lo propio con el dramaturgo homosexual Joe Orton, trágicamente asesinado por su amante, en la demoledora Ábrete de orejas.Las dos películas partían de un mismo Interés: el mostrar que el supuesto verdugo es en realidad la víctima principal de la función. Miranda Richardson asesina de un chico de buena familia, y Alfred Molina arrebatado por la crueldad hasta desfigurar a martillazos a su amante, no son en ambos filmes más que dos marionetas en manos del destino. Otro elemento tienen en común ambas películas: la acción se desarrolla en gran parte durante el largo mandato conservador que siguió al desastre laborista de 195 1, y que duraría hasta 1964.
Escándalo
Director: Michael Caton-Jones. Guión: Michael Thomas. Fotografía: John Hurt, Joanne Whalley-Kilmer, Bridget Fonda, Ian McKeilen, Britt Ekland. Estreno en Madrid: Cine Imperial y Vaguada.
A estos dos filmes hay que agregar ahora un tercero, este Escándalo que se centra en la vida de Christine Keeler, protagonista en 1962-63 de un affaire en el que se vio involucrado el ministro de Defensa, John Profumo, así como un supuesto agente soviético y una serie de personajes menores, y que terminó con la dimisión del gabinete McMillan como consecuencia de las confesiones de Keeler y Profumo.
Víctimas y verdugos
Escándalo propone igualmente una lectura de la pequeña historia en términos de víctimas y verdugos. También en este caso las víctimas hay que buscarlas del lado de los supuestos verdugos -una prostituta (Joanne Whalley-Kilmer) que termina con la carrera de un brillante político conservador; el mentor de la chica (John Hurt), un prestigioso médico londinense-, mientras que los, en apariencia, perjudicados serán los más capaces de defenderse.Pero a diferencia de las películas de Frears y de Newell, aquí el discurso resulta abrumadoramente superficial. El director, el novel Michael Caton-Jones, cumple con lo encomendado con un ojo puesto en la pequeña pantalla y, en todo caso, sin la garra suficiente para sacarle algún partido a una historia que, bien planteada, se podía haber convertido en un duro alegato contra la hipocresía de una clase política más preocupada por esconder sus retozos en camas juveniles que por la administración de un imperio definitivamente en ruinas. Por no ser, tampoco es siquiera una buena reconstrucción del Londres de los primeros años del pop, sino sólo un pálido reflejo de sus ambientes nocturnos y de una sexualidad que rompía por entonces con los rígidos corsés al uso.
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