Todos eran sus hijos
Un hombre de 47 años, con una banda convencional y haciendo una música excelente, electrizó anoche a miles de jóvenes que podían haber sido sus hijos.Gentes de su edad vieron en él y en sus deslenguados compañeros de Liverpool la posibilidad de la armonía en un mundo que en los años 60 padecía la incertidumbre de la guerra.
Esa gente, que en 1965 había acudido a la plaza de toros de Las Ventas para compartir la búsqueda de aquella armonía probable, fue ayer a ver a Paul McCartney y se encontraron que él padece de la misma nostalgia.
Detenido en el tiempo gracias al vídeo y a canciones como Eleanor Rigby, el autor de Yesterday ofreció en una pantalla gigante su propia visión de lo que había pasado: los pasaban a cuchillo, morían en Vietnam, invadían en Praga, atormentaban a los jóvenes reclutas militares sin escrúpulos que les enviaban a la muerte.
En medio de aquel apocalipsis, los melenudos de Liverpool, luego tan pulcros como los personajes que retrataban para burlarse de ellos, ofrecían la solución de la música, una armonía irreductible. Los años pasaron y cambiaron los tormentos: Gorbachov trata de eliminar a Stalin -Back in the USSR-, surge ET, se constituye lady Diana en un personaje omnipresente y los bigotes de Walesa son tan famosos como el Papa.
Pero en seguida vinieron Tianamen, los tanques chinos despiadados, se muere la Antártida, cubren de carreteras la Amazonia. En medio, de nuevo, como un Schubert disfrazado de Salieri, Paul se propone como la armonía, la música invariable que se pregunta "de dónde viene toda esa gente solitaria".
Para saludar su reflexión sobre lo que pasó, los nostálgicos de entonces se llevaron unas velitas. Sus hijos también. Como todos, los que tienen los años de Paul y los que pudieron ser sus hijos, se sabían sin tacha las letras de las canciones, la celebración de anoche tuvo también una resonancia extraña, como si todos se estuvieran convenciendo de que la memoria y la música acaban con el sentimiento de la edad. Y al final Paul McCartney, como si fuera un Salieri metido a Schubert, parecía tan joven como sus propios hijos.
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