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Socialismo y comunismo

Lo que está ocurriendo en los países comunistas del este de Europa desborda todas las previsiones. No porque no se esperasen cambios, sino por la rapidez con que afloran los problemas de fondo y por la intensidad y el dramatismo con que se plantean las reformas. Uno tiene incluso la impresión de que estamos ante una especie de segundo final del imperio austro-húngaro y que en un mapa político europeo que parecía consolidado es posible que asistamos todavía a cambios de fronteras, a nuevos enfrentamientos, entre minorías nacionales, a la ruptura o la recomposición de países enteros, como Yugoslavia o la propia URSS, y a la reaparición de viejos problemas de hegemonías en la Europa central y oriental, con la consiguiente repercusión en los equilibrios políticos de todo el continente. Pero, más allá de las incógnitas, es seguro que los cambios ya producidos y los que se anuncian en la Europa del Este van a cambiar el panorama europeo tal como surgió de la II Guerra Mundial y obligarán a repensar toda la política mundial. Muchas polémicas del pasado van a perder sentido, y ya se anuncian otras nuevas, como la del fin de la historia, expuesta por Francis Fukuyama en un artículo de amplia repercusión internacional, publicado días atrás en estas mismas páginas. Yo quiero referirme aquí a una de ellas: a la que ha dividido a la izquierda europea y mundial en dos grandes corrientes, la socialista y la comunista, a partir de la revolución bolchevique de 1917.No creo que los actuales acontecimientos del Este deban interpretarse de manera simplista como la demostración a posteriori de la razón de unos y del error de otros. Han pasado muchas cosas desde entonces, unos y otros han vivido experiencias muy importantes y se han visto afectados profundamente por la lógica de los dos grandes bloques enfrentados. Por otro lado, una conmoción tan enorme como la revolución de 1917 no puede explicarse como un error, sino que es la resultante de una serie de contradicciones que afectaron a todos los componentes de la izquierda mundial y casi hicieron naufragar los esfuerzos realizados hasta entonces para llegar a la unidad internacional del socialismo. En la historia no hay errores, sino hechos, y lo importante es analizarlos para situarse en el presente.

En este sentido, creo que el principal problema es quién orientará los cambios en los países del Este y en qué sentido. Hoy por hoy es difícil predecir las fases y los contenidos concretos de estos cambios, pero ya es seguro que el resultado será el abandono del modelo económico y social y del modelo político que han constituido históricamente el meollo de la cultura del comunismo. Y también es seguro que de este abandono no surgirá otro modelo que se pueda seguir llamando comunista. Uno de los aspectos fundamentales de las reformas ya realizadas en Polonia y en Hungría es precisamente el abandono claro y radical de toda referencia al comunismo, y no sólo por problemas de imagen, sino porque la reforma que intentan llevar a cabo les obliga a replantearlo todo.

Los trascendentales cambios que acaban de producirse en Hungría, por ejemplo, demuestran que todo proceso de reforma de un modelo político y económico tan cerrado como el del sistema comunista del este de Europa llega a un punto en que la alternativa es la ruptura o el retroceso. La fundación del Partido Socialista Húngaro (PSH) a partir de las ruinas del partido comunista es, en este sentido, la culminación de una fase de reforma que se inició hace ya tiempo y que en los últimos meses se ha acelerado, porque el margen de maniobra era cada vez más estrecho y ya no era posible efectuar más reformas y más retoques sin enfrentarse con el problema de fondo del cambio global del modelo político y económico. La diferencia de Hungría respecto a los demás países del Este -aparte de las diferencias históricas, culturales y hasta geopolíticas- es que los comunistas húngaros iniciaron las reformas mucho antes que los otros, encabezaron los cambios en vez de ir a remolque de ellos, controlaron en buena parte el ritmo de los mismos y tuvieron la suficiente flexibilidad interna para permitir que se formasen corrientes distintas, que a la postre han abierto el camino a la formación de otro partido. El nuevo Partido Socialista Húngaro tardará todavía tiempo en consolidarse, y ni siquiera es seguro que lo consiga, pero sus dirigentes saben que sólo lo consolidarán si llevan la reforma hasta el final, es decir, si replantean todo el pasado para saber lo que deben o pueden salvar y lo que no, si consiguen definir un nuevo modelo político y económico que permita un salto en el desarrollo global sin destruir las conquistas sociales existentes y, en definitiva, si consiguen dirigir la transición a la democracia con el suficiente apoyo popular. Pero precisamente porque la reforma ha empezado a llegar hasta el fondo, este partido ya no es un nuevo partido comunista, ya no intenta mantener con otras formas la legitimidad histórica del comunismo, sino que abandona esta legitimidad y se sitúa clara y abiertamente en otra: la del socialismo democrático.

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Lo mismo hay que decir, salvando las distancias, del comunismo en los países occidentales. Desde la histórica svolta de Salerno del Partido Comunista Italiano, el comunismo en los países occidentales se ha enfrentado de manera confusa y contradictoria con el problema del modelo político y económico. Mientras un sector seguía reivindicando la validez del modelo soviético estaliniano, otro, encabezado por el PCI, se alejaba del mismo, pero sin romper definitivamente con su legitimidad histórica. El desarrollo del eurocomunismo es la expresión de esta tendencia y de sus contradicciones: el abandono del modelo soviético sin romper con su aspiración revolucionaria y la búsqueda de un nuevo modelo que de hecho coincidía con el Estado asistencial de la socialdemocracia, aunque no se reconociese así. Esta contradicción ha llegado también a su final, ha tocado techo, y la evolución reciente del PCI es la expresión más clara de ello. Pero la forma en que se intenta superar conduce al mismo resultado que la reforma de los países del Este: el punto de referencia ya no es ningún modelo histórico comunista, ni menos todavía un modelo comunista presente o futuro, sino el socialismo democrático. Y en aquellos países donde el comunismo se resiste a dar este paso, bien sea por razones electorales o por problemas de implantación política muy concreta, la confrontación diaria con el socialismo permite difuminar y aplazar el problema, pero no puede ocultar que ya no hay ningún modelo general ni ningún punto de referencia internacional al margen del área del socialismo democrático.

Por consiguiente, el gran problema de la izquierda europea no será ya la confrontación entre socialismo y comunismo, entre un modelo socialdemócrata y un modelo comunista, sino la confrontación del socialismo democrático con el neoliberalismo conservador, con el populismo de derecha, con los nacionalismos excluyentes, con el racismo. De ahí la enorme responsabilidad del socialismo democrático en la construcción de una nueva Europa capaz de acoger a los países del Este reformados. De la capacidad que tenga el socialismo democrático de ser el punto de referencia esencial para los reformistas del Este y de ofrecerles un modelo integrador que no consista sólo en la libertad de mercado y la privatización va a depender la futura correlación de fuerzas en Europa. Porque si el socialismo democrático no está a la altura de la tarea, las fuerzas que van a capitalizar los cambios de la Europa del Este no van a ser otras fuerzas de izquierda, no van a ser los comunistas, sino la derecha neoliberal, el populismo y el nacionalismo retrógrado. Y esto va a alumbrar otra Europa muy distinta.

Jordi Solé Tura es catedrático de Derecho Constitucional de la universidad de Barcelona.

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