Drama interminable
TRAS EL fracasado último intento para derrocarle del poder hay que empezar a preguntarse si existe algún medio, violento o pacífico, legal o ¡legal, interno o ex terno, para desplazar de su puesto al general Manuel Antonio Noriega, hombrefuerte de Panamá. Ayer, una vez abortado el último y fallido golpe militar, el inefa ble rostro picado de viruela del dictador apareció nue vamente en las pantallas de televisión para acusar una vez más a EE UU de este asalto a la soberanía panameña. Noriega ha salido indemne de dos intentos de golpe de Estado y de otro encaminado a jubilarle, ha ignorado una prolongada huelga general, ha sido condenado por dos veces en Estados Unidos por narcotraficante, ha sustituido a cuanto presidente civil de Panamá se ha atrevido a oponérsele y ha ignorado la voluntad popular expresada en las últimas elecciones generales. Y por ahora la historia no parece tener fin.La acción del grupo de oficiales que, al mando del mayor Moisés Giroldi, se alzó en armas anteayer contra Noriega tenía muy pocas posibilidades de éxito. Por ello, algunos observadores interpretan que lo que los alzados pretendían no era tanto capturar el poder directamente como, basándose en la confusa situación creada, justificar una intervención exterior -naturalmente, norteamericana- para desplazar a Noriega. Pero, a pesar de las acusaciones del dictador panameño, Estados Unidos ha permanecido pasivo en esta crisis. El resultado es que varios militares han perdido la vida, que Noriega sigue siendo el enemigo público principal de Washington y de una mayoría del pueblo panameño y que, para desgracia de éste, nada ha cambiado en Panamá.
Un golpe de Estado militar interno parecía la única posibilidad de acabar con el régimen de Noriega, cuya voluntad de permanecer en el poder por encima de todo ya quedó de manifiesto en su violenta reacción al resultado de los comicios presidenciales de mayo pasado, ampliamente ganados por la oposición de acuerdo con los informes de los observadores internacionales presentes en la ocasión. A lo largo de todo el verano, una misión especial de la Organización de Estados Americanos (OEA) encabezada por el ministro de Asuntos Exteriores de Ecuador, Diego Cordovez -un diplomático de consumada habilidad, como lo demuestra su mediación en la crisis de Afganistán-, hizo toda clase de gestiones para negociar su abandono del poder y su marcha a cualquier exilio dorado. Todo fue en vano. También lo han sido las sanciones económicas impuestas desde Washington y solamente padecidas por el pueblo llano.
El recurso a la fuerza para provocar un cambio de poder plantea siempre un problema sobre la legitimidad de origen del nuevo poder. Además, su eficacia es más que dudosa: con frecuencia, el nuevo sistema engendra, en nombre de los intereses del pueblo, un monstruo tan difícil de combatir como el que justificó la intervención. En la historia reciente, sin embargo, se dan casos muy extremos de intervenciones militares que facilitaron posteriormente el tránsito a una democracia efectiva. En Argentina, un golpe de palacio derrocó en 1982 a la junta militar que embarcó al país en la guerra de las Malvinas y abrió el camino a las elecciones democráticas de 1983. Los oficiales sublevados en Panamá creyeron que se había llegado a una situación extrema y dijeron intervenir con el objeto de devolver el poder a la sociedad. Su fracaso ha privado a los panameños y a la comunidad internacional de verificar la bondad de sus intenciones.
Sólo el apoyo efectivo -y no simples declaraciones formales- de las democracias americanas y europeas al pueblo panamerlo puede hacer innecesarias en el futuro intervenciones no deseables. Para el conjunto de naciones civilizadas del mundo sería una grave derrota admitir que no existen todavía suficientes instrumentos políticos para obligar a un dictador a dejar el poder.
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