Dura medicina
DESDE HACE más de una década, Argentina se encara cada mañana con la amenaza de la quiebra inminente. Con cierta regularidad, los diversos Gobiernos argentinos han formulado planes de enderezamiento, soluciones de guerra económica, nuevas monedas, estabilizaciones, congelaciones de precios y salarios. Todo ha sido inútil. La deuda externa creció incontrolada hasta sus actuales 60.000 millones de dólares, el Club de París se ha negado a negociar términos más razonables para su pago hasta tanto el Gobierno de Buenos Aires no se autodiscipline, la inflación sigue galopando y nadie parece haber confiado hasta ahora en la capacidad del Ejecutivo para detener la caída. Cada ciudadano hace lo que puede para encarrilar el desastre de su propia economía, y hasta las amas de casa cambian por la mañana los dólares que van a necesitar durante el día y no regresan a casa hasta que no han vuelto a cambiar a moneda estadounidense los australes que les han sobrado. Descartada la evasión de divisas -y de Argentina ha salido delictivamente el equivalente al monto total de la deuda externa-, no hay plebiscito más negativo para una moneda que el rechazo a utilizarla hasta para comprar el pan.El mandato de Raúl Alfonsín se ha saldado con un nuevo y casi definitivo fracaso económico. Su cambio del peso por el austral, el anuncio de que la capitalidad de Buenos Aires sería sustituida por otra en el sur del país, sus variados planes de congelación de precios y salarios, sus vueltas a empezar, eran pronto interrumpidos por falta de eficacia o derrotados por la implacable hostilidad de los sindicatos peronistas. La práctica ingobernabilidad de la economía argentina provocó su derrota electoral y explica la urgencia con la que tuvo que decidir la entrega del poder, tras un último y absurdo Gobierno de choque.
Se sabía que Menem iba a anunciar un nuevo plan de recuperación tan brutal que iba a dejar sin aliento a sus compatriotas. Su formulación -un monetarismo thatcheriano casi en estado de pureza- no ha defraudado las expectativas: devaluación del austral en un 114%, incremento del precio de los combustibles en un 600%, subida de los transportes públicos en un 400%, congelación de otros precios (retrotrayéndolos al 3 de julio, con lo que se anulan subidas de más del 100% efectuadas durante la pasada semana), determinación de precios máximos para los artículos de primera necesidad, reducción de los tipos de interés del 110% al 15% y al 17%, liberalización de las inversiones extranjeras y privatización de muchas de las empresas públicas. Para paliar la dureza de las medidas, sin embargo, se han establecido compensaciones salariales en forma de anticipos y se recomienda que los sueldos públicos se incrementen entre el 130% y el 210%. El plan ha sido formulado y anunciado por el nuevo superministro de Economía, Miguel Roig (un hombre de negocios que procede del sector privado, y concretamente, de la única gran multinacional argentina), sin que las autoridades bonaerenses hayan pedido aún ayuda a la banca extranjera o al FMI.
Es evidente que el presidente Menem arranca con una ventaja sobre su predecesor: sus planes cuentan en principio con la aquiescencia de los sindicatos de obediencia peronista. Pero habrá que ver hasta cuándo. Porque la durísima medicina recetada por el Gobierno se administra a un enfermo desesperado por mil recaídas y cuya paciencia puede agotarse si los resultados no comienzan a verse a corto plazo. En relación con el exterior, el nivel del éxito estará determinado por la continuidad. Eso es lo que sin duda valorarán el FMI, el Club de París y los bancos acreedores de Argentina a la hora de hacer las concesiones que son indispensables para un enderezamiento estable de su economía.
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