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Tribuna
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El mito Hemingway en Pamplona

En su novela The sun also rises, traducida al español como Fiesta, Hemingway escribió: "Y al mediodía del 7 de julio la fiesta estalló. No hay otro modo de decirlo". Y literalmente es así. Como se sabe, todos los años ese día y a esa hora el primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Pamplona prende la mecha del cohete anunciador de las fiestas de san Fermín. Y la pólvora estalla en el cielo, y el júbilo, en el suelo. Júbilo que tiene por centro principalmente las lidias de toros, pero que entraña la maratónica participación colectiva en el delirio.De algún modo el aura de Ernest Hemingway está presente en este jolgorio y en esta forma elemental y lúdica de la violencia. Tal vez no para los pamploneses, que reiteran el festejo del patrón de su ciudad como una memoria; pero sí para miles de extraños que se acercan Imantados por la atracción de una leyenda, de un Mito.

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Ese mito es Hemingway.

Fiesta fue publicada en 1926. Era la primera novela que Hemingway escribía, pero ya en ella estaban los signos que definirían su literatura hasta su muerte: lenguaje sencillo y directo, nitidez absoluta en las descripciones, conocimiento personal del ambiente escogido para desenvolver la trama y ésta dominada de alguna manera por la fuerte presencia del autor. Y como valores raigales, filosóficos, si a un relato de Hemingway se le puede aplicar esta palabra, el instinto imponiéndose a lo racional, la gratuidad de los actos humanos más peligrosos, como un modo de medirse, de realizarse, y su creencia de que el hombre puede ser derrotado pero jamás vencido.

Lo que después sería igualmente una constante de su obra surge ya aquí: el héroe con rasgos autobiográficos. Jake Barnes, el joven periodista norteamericano herido en la guerra e impotente a causa de ello, muy bien podría transparentar a su creador. Hemingway también era americano y periodista y peleó en la guerra de 1914, donde fue herido. La impotencia, claro, es puramente simbólica. Se trata de una castración más espiritual que física.

El año de 1959 fue el último de los sanfermines de Hemingway. Estaba allí, en Pamplona, escribiendo de no muy buen grado la rivalidad taurina entre Ordóñez y Dominguín. Quizá no le gustaba lo que hacía, y bebía mucho vino. Pero Life le pagaba un dólar por cada palabra que ponía. Su trabajo salió en esa revista con el título de Un verano sangriento, y ya en este nombre se respiraba un penetrante tufo a comercialismo. No estaba, ni lejanamente, a la altura de reportajes literarios suyos como Una historia natural de los muertos o de ese colosal relato también de toros que es La capital del mundo, pero le permitió el reencuentro con España tras un hiato de dos décadas, tras la dolorosa guerra civil.

Todo esto debía volver a la delicada, impresionable memoria de Papa mientras en ese último verano español bebía largamente y tomaba notas en la terraza del café Iruña rodeado de una cohorte de admiradores, los mismos aunque sean distintos que hoy, en este San Fermín de 1989, leerán su novela sentados a la mesa de ese mismo café como quien estudia un guión cinematográfico y luego tratarán de amoldar sus vidas al singular y riesgoso código ¿tico de Hemingway, cosa que no les resultará nada fácil.

En 1968 la alcaldía de Pamplona erigió, agradecida, una estatua a Hemingway. Es de bronce, está en los jardines del coso pamplonés y en su base se echan los turistas norteamericanos en las frescas mañanas a purgar sus borracheras de la noche anterior y a iniciar la nueva faena. Y hasta aquí llegan también las manadas de toros que con el chupinazo de las ocho son soltadas de los corralillos, escena que Hemingway describe pormenorizadamente en su reportaje Las corridas de julio en Pamplona, publicado en The Toronto Star Weekly en 1923, base por tanto de Fiesta.

Consagraciones

Ernest Hemingway no debió ser muy amigo de las consagraciones en piedra. Pero ahora recuerdo el busto que posee en el pequeño poblado de pescadores de Cojímar, muy cerca de La Habana, donde se desarrolla El viejo y el mar. Está junto a los arrecifes, en un breve recodo de la ensenada donde anclaba su yate Pilar, al lado de otro café que hizo célebre porque Santiago iba allí a tomar cerveza: La Terraza.

Y curiosamente estas dos esculturas están en sitios que entrañan dos cosas que él amó o gustó: el mar y los toros. Dos cosas que simbólicamente son una sola: el peligro, la violencia, cuyo reto el hombre acepta por necesidad o para probarse a sí mismo.

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