_
_
_
_
_
Tribuna:GIRA DE BOB DYLAN
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un rato con el monstruo

La otra vez que Bob Dylan tocó en Madrid vino con una banda seria, donde destacaba el guitarrista M. Taylor, en los números finales se completaría con la entusiasta colaboración de Carlos Santana. Había mucho mayor aforo, cielo sobre las cabezas, y el público fue, en buena medida, gente de la segunda edad.El sector joven asistente al concierto protestó por sistema las canciones interpretadas en solo con guitarra acústica y armónica, quedó sorprendido ante la fuerza de algunos números rockeros y salió pensando que el ídolo de sus padres estaba bastante bien, aunque no montara un espectáculo comparable al de otros intérpretes actuales.

En el pequeño aforo del Palacio de los Deportes de Madrid, propenso a síncopes por falta de ventilación, la primera sorpresa ha sido ver un público básicamente juvenil, entusiasta hasta con los fallos del divo, que sólo mostró disconformidad cuando éste limitó al mínimo los bises, sin decir una sola palabra amable a tan rendida concurrencia.

El concierto tuvo un comienzo prometedor -con You go your way and I'll go mine (1966)-, que sonaba a elocuente explicación de la austeridad característica en esta gira. El estribillo del tema ("El tiempo dirá quién cayó/y quién quedó atrás/cuando sigas tu camino y yo el mío"), hacía justicia a uno de los rasgos invariables de Dylan, que siempre ha rechazado cualquier forma de presencia pública distinta de su arte.

Siguieron varios temas más, donde el oyente no sabía si agradecer la constante improvisación o echar de menos más trabajo en las nuevas versiones, con mejor cuadratura para la ejecución y menos desequilibrio entre la atronadora guitarra de ritmo esgrimida por el ácrata leader y la parte de sus acompañantes.

Ocasionales recursos a la armónica, coreados entusiásticamente incluso cuando no desembocaban en buenos solos, dieron paso a una arrebatadora versión del tema central sobre Pat Garret y Billy El Niño. En compás de rock nuclear, con sus propios músicos atónitos ante la magnitud de lo que les iba descubriendo, Dylan nos enseñó esa precisa amalgama de watios, folclore y ritmo irresistible que él mismo y unos pocos más lanzaron hace casi tres décadas como madurez del corazón y la mente.

En tono algo menor, aunque todavía poderosos, sonó Like a Rolling Stone, coreado por grandes sectores del público, así como una versión bien cantada y pobremente tocada de Mr. Tambourine Man, manifiesto que resiste a la erosión del tiempo.

El concierto terminó entonces, por más que siguieran media docena de temas. El jefe estaba agotado, la banda confusa, la atmósfera espesa. Una interpretación lamentable de la más misteriosa y sugerente letra dylaniana -All along the watchtower- nos hizo pensar con nostalgia en Jimmy Hendrix.

Pulcritud

De vuelta a casa iba pensando en el abismo que hay entre la pulcritud de Dylan cuando graba y la borrosidad de su ejecución en directo. Si es sencillo sonar en escena como en los discos ¿a qué se debe ese desfase? Me vino entonces a la cabeza algo que cuentan de las clases de Hegel, que se sumía frecuentemente en largos silencios y titubeos.

Uno de los alumnos más aplicados, conocedor de su obra escrita, le preguntó cierto día por qué no repetía simplemente el genial texto escrito ya sobre cada una de las materias impartidas, y Hegel repuso que eso sería fraude: si carraspeaba y miraba a un lado y otro en vez de producir claros conceptos era porque la presencia inmediata de oyentes requería dar a luz allí y entonces el pensamiento, o titubear humildemente.

Tras componer más de mil canciones, entre las cuales unas 50 al menos son inauditas, de Dylan puede decirse que es una especie de mutante, menudo, airado y puro. Pero no alguien ajeno a lo que más nos admira de la condición humana. Basta para eso recordar la estrofa final de Chimes of freedom (1964), cuyas ocho octavas reales cantaron a coro Springsteen y sus compañeros para cerrar la gira de Derechos Humanos. Narrando un viaje -sin desplazamientos geográficos- que acabó en cierto calabozo, la canción termina diciendo:

"Con los ojos llenos de estrellas y riendo, como recuerdo cuando nos cogieron/ no presos por marca de horas, que colgaban suspendidas./ Mientras oíamos por última vez y lanzábamos una última mirada l Embelesados y estremecidos mientras el repicar concluía.l Tañendo por los dolientes, cuyas heridas no se curan / Por los innumerables engañados, acusados, mal usados, explotados y aún peorl Y por todos los que se frustran, en el ancho universo entero l Vimos las campanas de la libertad relampagueantes".

Antonio Escohotado es filósofo.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_