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Todo el poder para los 'soviets'

Juan Luis Cebrián

En el crepúsculo del siglo XX, el eslogan más propagado en la federación rusa es el mismo que diera alientos a la nueva centuria de mano de los bolcheviques: "Todo el poder para los soviets". Los esfuerzos reformadores del presidente Gorbachov y el proceso general de la perestroika se quieren presentar así como una recuperación del genuino leninismo, destruido por la burocracia y la tiranía de Stalin, apenas reverdecido con Jruschov y sepultado más tarde en el estancamiento inmovilista de Breznev.Es ya una vulgaridad decir que, de seguir adelante, las reformas incoadas hoy en muchos de los países comunistas cambiarán la historia del mundo, y muy particularmente la de Europa, tanto o más que lo hiciera la toma del Palacio de Invierno en Petrogrado. Sus repercusiones en la geoestrategia, el comercio, el sistema financiero mundial y las relaciones internacionales son aún imprevisibles. Pero mucho más fascinante resulta teorizar sobre las que tendrán en la conciencia intelectual de la izquierda, la posición de las vanguardias y la pervivencia del socialismo como proyecto.

En una situación como la actual, todas las preguntas son legítimas y todas la respuestas parecen posibles. Durante dos días he asistido en Moscú, a principios de esta semana que acaba, a un seminario sobre el estado de la perestroika. En él, un centenar de protagonistas del cambio representó, ante los asombrados ojos de un pequeño grupo de intelectuales y periodistas de Occidente, un apasi,onado debate sobre el tema. Al margen de cualquier otra consideración, la reflexión primera que me sugirió el encuentro fue el extraordinario ambiente de libertad en el que se desarrollaron las discusiones. Todos sabíamos ya que la glasnost había potenciado la transparencia informativa en el país, pero, al menos para mí, resulta. ba impensable hasta ahora que se pudiera tildar públicamente a Gorbachov de déspota ilustrado, o se pudiera asegurar que sc le apoyaba sub conditione, o se osara reclamar una democrack parlamentaria con pluriparti. dismo, o se solicitara que al. guien dijera algo en contra de los fundamentos filosóficos de marxismo, o, finalmente, se anunciara con tonos de catás trofe la inminencia -si no si toman medidas- de un golpi de Estado o de una guerra civi en la URSS. Todo esto y mucho más se lo oímos decir a políticos, intelectuales y artistas soviéticos, de manera pública y reiterada, en los salones del hotel Octabriskaia, un lugar emblemático de la ortodoxia y verticalidad del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Y la independencia y la claridad con que todas las opiniones fueron expuestas eran el símbolo más claro de algo que el historiador Batkin se encargó de poner de relieve: el pueblo ha perdido el miedo.

Si bien la perestroika es un proceso desencadenado desde el poder, ha puesto en marcha fuerzas autónomas incontrolables: la gente ha recuperado la calle y día a día se lucha por conquistar parcelas de libertad. Un breve paseo por la peatonal avenida del Arbat, escenario de la incipiente movida moscovita, permite contemplar en el espacio de minutos la oposición popular a que un joven embriagado de felicidad y de alcohol sea detenido por la policía o la cuestación de un aventurado amateur de la política para formar un partido político georgiano. Detalles de este género me parecen tanto o más significativos que los mítines diarios en la plaza de Puskin o las manifestaciones espontáneas de protesta que con frecuencia se convocan en las repúblicas periféricas. Sería ridículo suponer que todo ello configura una situación de plena libertad de expresión en un país en el que todavía están prohibidas las obras de Solyenitsin o en el que la Prensa, con la excepción de una decena de periódicos independientes -tolerados por las autoridades- sigue en manos directas o indirectas del Estado. Pero aun en los diarios oficiales y en la televisión se ha andado mucho trecho en la apertura, mucho más del que es imaginable desde aquí. Éste es un terreno en el que la democratización prometida por el líder soviético es real, y que provoca situaciones evocadoras para los españoles de los años de estertor del franquismo y de los del comienzo de la transición política. Ese ejemplo español, del que distancian sin embargo a los rusos tantas cosas, es exhibido con insistencia por algunos, y mucho más aún cuando se refieren al proceso polaco. A mi pobre entender, guardando todas las diferencias del caso, la actitud de los diputados radicales, la expresión de los artistas, los sueños de los intelectuales y las demandas de os jóvenes, en definitiva el amb¡ente o el rollo de la situación, se parecen desde luego como un huevo a otro huevo a lo que vimos aquí hace una década.

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Esa libertad de palabra, que es utilizada además en el Congreso sin ambages, permite a los visitantes recibir noticia directa -al margen las que se tienen ante el evidente desabastecimiento que sufre la capital soviética- acerca de lo caótico, y aun catastrófico, del panorama económico del país. Parece como si el certificado de defunción del modelo de economía planificada hubiera sido firmado ya. Y en la defensa de la implantación del mercado, en medio de un proceso que reclama sus orígenes leninistas, pudimos oír cosas tales como que no podía haber verdadero socialismo sin economía de mercado, o aun incluso que no podía haber verdadero mercado sin verdadero socialismo. O sea, que si Lenin se hubiera sobrevivido a sí mismo la URSS sería ahora como Suecia o como Dinamarca o, para ser más modestos, como la España de Felipe González quizá. A un lado exageraciones, y teniendo en cuenta el hecho de que las críticas venían del sector radical del Congreso -algunos de cuyos miembros no son, sin embargo, tan lejanos a Gorbachov-, no cabe la más mínima duda de que la Unión Soviética se encuentra ante un desafío económico de primera magnitud. Algunos recuerdan la NEP (nueva política económica) de Lenin como precedente real de la posibilidad de mercantilizar el modelo socialista; pero otros prefieren simplemente reclamar la creación de una clase empresarial inteligente y honesta capaz de controlar el proceso de acumulación de capital en manos privadas e invertir en el país. El seguimiento de las políticas del plan -dicen- y el mantenimiento del monopolio estatal suponen a plazo medio, y aun a corto, la muerte económica del país. Quienes creíamos que uno de los dogmas seguros del socialismo era la propiedad pública de los medios de producción -tanto o más que el de la Santísima Trinidad para la Iglesia- tenemos derecho a dudar sobre si verdaderamente estos aperturistas más o menos gorbachovianos no están ya sometiendo al juicio final el modelo soviético.

Si hacemos caso de los críticos, y existen más que fundadas razones para ello, la economía del país se ha visto sometida a un proceso de depauperación creciente, sobre todo a partir de 1970. La reducción de los inmensos gastos militares, de las ayudas a países amigos del exterior, de determinadas atenciones sociales y de la importación incluso de alimentos -como el propio jefe de Gobierno ha sugerido en el Congreso- es algo que se reclama abiertamente para tratar de comenzar a poner remedio a las cosas. Otros insisten, en cambio, en la necesidad de subir los precios políticos y subvencionados, entregar las tierras a los campesinos y llamar casi por cualquier método a la inversión extranjera. Es asombroso que un país rico en recursos, entre los que no escasean ni el petróleo ni el oro, se haya visto abocado a una situación tan caótica, presa de la burocracia, la ineficacia y la corrupción. La URSS, que durante años ha podido aventajar a Estados Unidos en la carrera espacial, ha perdido en cambio el tren de la realidad: su economía es cada vez más de pura supervivencia y se debate con dificultades a la hora de evitar convertirse en un nuevo país del Tercer Mundo. La escasez de un lado y la apertura política del otro han avivado además la antorcha de los nacionalismos, que es hábilmente utilizada por los provocadores y los sectores reaccionarios del partido que se oponen a la perestroika. El propio Gorbachov ha tenido que desmentir en el Congreso la posibilidad de un golpe de Estado. El ejemplo de Jaruzelski planea, sin embargo, sobre muchas mentes. Sin duda, también sus nefastas consecuencias finales para el partido comunista polaco.

No es de extrañar que en medio de este guirigay surjan toda clase de contradicciones. Los intelectuales se muestran desorientados y aun desamparados, huérfanos de un sistema de valores y de un nuevo método de análisis a la hora de entender el derrumbamiento de un edificio ideológico que parecía de una solidez imperturbable. Su desesperación es grande ante lo que consideran el estancamiento de la perestroika. Su desánimo y preocupación, justificables cuando se contemplan los sucesos de China, los enfrentamientos de Uzbekistán o la represión de Georgia. Pero hay también motivos de optimismo, pues los avances experimentados en el uso de la libertad son sencillamente espectaculares.

Quizá el problema esencial resida ahora en la inexistencia de una plataforma de oposición verdaderamente estructurada y capaz de dialogar en el poder. Nadie juega en la URSS el papel aglutinador que Solidaridad ha llevado a cabo en Polonia. Antes bien, las fuerzas democráticas se muestran dispersas, agrupadas sólo en torno a los problemas de cada nacionalidad, pero incoherentes al fin, incapaces de presentar una alternativa, un programa creíble. Aun si el poder quisiera hablar con esos sectores difícilmente podría hacerlo, y la ventaja que de ello sacan los burócratas involucionistas es evidente.

En la tradición circense rusa existe un celebrado número en el que dos muchachos combaten cuerpo a cuerpo violentamente hasta la victoria de uno de ellos. Es entonces, y sólo entonces, cuando el espectador comprueba que en realidad se trataba de un solo combatiente adosado a un monigote con el que representaba la batalla. Bien puede compararse a Gorbachov con ese atleta. Inmerso en sus dos legitimidades políticas, la revolucionaria como secretario del PCUS y la neodemocrática como presidente del Soviet Supremo -algo hasta ahora inédito-, parece condenado a pelearse con él mismo, o con su sombra, durante algún tiempo. Las exigencias del nuevo modelo al que la perestroika apunta demandan que sea el presidente Gorbachov el verdadero atleta y el secretario Gorbachov el monigote a abatir, si es que verdaderamente se quiere entregar todo el poder a los soviets. El PCUS perdería entonces su papel hegemonista y director de la política. Un cambio sin precedentes y de consecuencias hoy imprevisibles.

En la Carta a los camaradas de Lenin, escrita en octubre de 1917, se puede leer: "Los soviets deben ser un revólver apuntando a la sien del Gobierno con la exigencia de convocar la Asamblea Constituyente". Gorbachov puede con justicia imaginar que una inmoderación en los avances de la perestroika convertiría, también hoy, a los soviets en ese arma amenazadora contra la estabilidad política y la credibilidad del régimen. Muchos temen que ésa fuera entonces la hora del recurso a la fuerza.

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