Les llaman paletos
Según el Diccionario de la Real Academia Española, que a veces no se esmera demasiado en sus definiciones, paleto es una persona rústica y zafia, y claro, lo de rústico está dicho con oscuro propósito, porque se refiere al campo, precisión que conviene aclarar, ya que todos los paletos han nacido en pueblos o aldeas, como es el caso de Cervantes, Domingo Ortega o el pintor Murillo, que, según dicen, era de Pilas (Sevilla). En cambio, los nacidos en Madrid, Valencia o Bilbao, o incluso Nueva York, no somos rústicos, ni muchísimo menos zafios, que somos por definición cultos e ilustrados, o al menos listísimos, aunque nuestros padres o nuestros abuelos hayan nacido en Villadepalos o en Zardón.Estas breves reflexiones vienen al caso por aquello de las fiestas de San Isidro y de la concurrencia a la plaza de toros de Las Ventas, que en su mayoría está ocupada por domiciliados, aunque en los tendidos también se sienta un buen porcentaje de campestres. Mis paisanos lo saben todo por el simple hecho de haber visto la luz en Madrid, y en cuestiones de tauromaquia son infalibles; en cambio, los otros, por tesis inapelable, son indoctos y retrasados. De lo cual resulta que éste es un tema peligroso que bordea territorios de racismo, porque así como los atletas se niegan a competir en Suráfrica, Manili, por ejemplo, que ha nacido en Cantillana, puede quitarse de torear en Madrid, aunque sólo sea por solidaridad. En Las Ventas no es raro escuchar el vocerío de un ciudadano, mezcla de advertencia y veredicto, dirigido al rústico que pide música en la faena del maestro que le arroba: ipaletooo! El así calificado calla humilladísimo, como debe ser, o, si es guerrero, replica: ¡paleto túuu!
Un brindis de Bienvenida
Sólo recuerdo que una vez tocara la música en la plaza de toros de Madrid, y me refiero, naturalmente, al tiempo de lidia, no a los entreactos: fue la tarde de la despedida de Antonio Bienvenida en Las Ventas, en octubre de 1966. Creo que, en el sexto toro -Bienvenida era único espada-, al iniciar el segundo tercio se dirigió al palco de la música para brindarle un par de banderillas. Como es lógico, los maestros correspondieron. Fue un muy momento bonito, emocionante, y hasta ahora irrepetido. Y provocado por el espada. La música, el pasodoble, acompaña a la fiesta y la subraya y la engrandece, aunque jamás debe sonar en cuanto un torero medio se queda quieto o cuando los matadores banderilleros -destajistas rutinarios en su mayoría- empuñan los palos: es para una ocasión excepcional que nunca volverá a repetirse. Yo recuerdo en Sevilla la muerte de un toro bravo, y Sevilla también es ciudadana y racista, pero sabe tocar la música del toreo: el toro, con una estocada en las agujas, salió al tercio andando despacio como un maestro, alzó el morro en dirección a la Giralda y se afirmó en sus patas. El espada, que había triunfado, quedó frente a su amigo, porque amigo y colaborador era, y mirándole, le vio morir. Entonces la banda de música rompió a tocar Nerva, y cuando el toro, casi bailando de muerte, comenzó a bambolearse, un artista del clarinete soltó las florituras del pasodoble. Al público se le alborotaron los pulsos y colectivamente aquella plaza se puso en pie, rompiendo en una ovación clara y respetuosa como si de un entierro civil se tratara. ¿Por qué no podemos tener en Madrid un momento parecido? ¿Dónde está, con el torero y el toro, la música del toreo? La Giralda, Gallito, Suspiros de España, Amparito Roca, El gato montés, España cañí y muchos pasodobles más se han escrito para que los toreros los escuchen mientras se juegan la vida. Yo no pierdo la esperanza de oírlos así en mi plaza de Las Ventas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.