_
_
_
_
Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Desde el palco real

Diez de la mañana, comienzan los preparativos. Los escoltas repasan numerosas veces cada rincón de la plaza. Lo estudian todo, preguntan todo, no dejan un detalle al pairo. El servicio de mantenimiento de los viejos ascensores ya estuvo ayer repasando la artesana maquinaria y vuelven esta mañana. Repasan todo nuevamente y cortan la corriente. Aún lo volverán a repasar una hora antes de que comience la corrida. El servicio de protocolo ultima los detalles, esas flores aquí, esa silla más cerca de la pared. El servicio de ambigú del palco refriega vasos, bandejas y cubiertos, preparan hielo y limpian hasta los cascos de las botellas para que todo esté "más bonito que un san Luis". Se perfuma el palco, se alegran los tapices, se repasa el cuarto de baño en donde no faltan, colonias desodorantes, toallas y jabones.Cuando se construyó la plaza de Las Ventas se buscó el ángulo donde la perspectiva fuese la mejor, y allí se instaló el palco, que vio cómo pasaban los años y no terminaba de confirmar su calificativo de real. En aquellos mismos planos se decidió dónde irían los ascensores que todavía hoy se conservan en pleno funcionamiento. Son artesanales, con llave de luz, muy estrechos y alargados, "como una caja de zapatos". Son lentos, sintiendo acústicamente como ascienden hasta la grada. La salida del ascensor desemboca directamente en la zona real. Se cruza la puerta y a la izquierda queda el cuarto de baño, que tiene los grifos bañados en oro, y es amplio, espacioso, para faenar sin apreturas. De frente a la puerta de entrada, un biombo adornado con estampas taurinas oculta el ambigú al que se accede por la sala principal del palco. A la derecha, según entramos, un estrecho pasillo comunica con esa dependencia central. Una sala de altos techos, blanca radiante, adornadas las paredes con tapices, de unos 20 metros cuadrados. Una pequeña mesa en un rincón, rectangular, bajita, que hace las veces de repisa. En las esquinas, sillas de doradas maderas y tapizadas en raso verde o rosa real. Como quien sale al balcón de su casa, de esa dependencia salimos al palco real propiamente dicho, que tiene unos seis metros cuadrados. Un pasamanos en terciopelo rojo y un rodapié del mismo color delimitan un espacio donde la visión de lo que ocurre en el ruedo es excepcional. En las esquinas del palco, grandes tiestos, y en el centro, confortables sillones de raso también rojo. Sobre el posamanos, los programas en seda de la corrida que ya empieza.

Franco apenas saludaba

Muchas cosas han cambiado desde que Franco ocupaba ese palco. Llegaba -cuentan quienes ahí le recibieron-, siempre con prisas. Apenas saludaba a nadie y nunca entraba al servicio. Todo se hacía entonces bajo un aire marcadamente marcial y se hablaba poco. Franco sólo iba a la corrida de la Beneficencia y al festival de Navidad, que organizaba la señora, su esposa. Lo organizaba en pleno invierno, por lo que se colocaron en el techo del palco unas pantallas de rayos infrarrojos porque "el frío era de órdago, pero ahí no se movía nadie". Franco era austero, y el servicio, que encargaban a Chicote, apenas trabajaba. El mobiliario apenas ha cambiado desde entonces, aunque sí hay una novedad: Franco era bajito, y en los sillones del palco no veía bien los toros. Traían entonces los sillones de palacio, y en el suelo se colocaba un cojín para que no tuviese los pies colgando. Hay más cosas que han cambiado. Por ejemplo, las recepciones al terminar el festejo. Sólo subían los toreros, nadie de las cuadrillas, y entre dos palabras y un canapé, Franco les entregaba el regalo por los brindis, que variaba entre pitilleras y alfileres de corbata. Antes había recibido información de cómo habían sido los brindis, por boca de la persona de su séquito que también recogía la montera entre barreras. Dos palabras, un bocado, el regalo y se acabó. Tan sólo unos minutos para los que desde dos días antes se habían movilizado cientos de policías, que rastreaban las dependencias de la plaza. No se dejaba de vigilar ni un instante, y en el palco, dos días antes de que lo ocupase Franco, ya estaban viviendo y durmiendo miembros de la escolta que durante la noche recorrían silenciosa y misteriosamente toda la plaza. Entonces todo era marcial, austero y con la amenaza del "como salga mal, ya verás..."

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_